Crónicas desde la Universidad de la Mística. ¿Quién soy yo?
Ayer las nieblas decoraron para mi pupila una ciudad santa, santa porque la gracia se desbordó con sobreabundancia sobre una de sus mujeres que, aún hoy, sigue tejiendo mantos de luz y de calor desde lo intangible para miles de buscadores de las más variadas confesiones religiosas, pues por su universalidad Teresa de Jesús no tiene fronteras para anidar en el corazón de quien la escucha. Conozco sufís de Pakistán que se conmueven ante su palabra y buscan peregrinar en busca del aroma que dejo su santidad en sus reliquias; budistas que la ven en sus vacíos, monjes con alma metafísica y sobriedad cisterciense que quieren sentir la entrañabilidad de su primer convento. El manto de la Santa nos cubre a todos…
Las nieblas de Ávila en la mañana hacían de oratorio en el que mi alma podía conmoverse recordando sus enseñanzas, que guían con mano firme y amorosa hacia ese no sé qué al que el alma está avocada, como un hierro a un imán y servían también de telones misteriosos para las murallas que se presentían capaces de aparecer en cualquier momento tras ese intenso dramatismo que tiene el velo de la niebla. Murallas que la cobijaron y que son también símbolo de ese castillo interior que todos llevamos dentro a la espera de su conquista, con determinada determinación.
Me dirigía a la Universidad de la Mística en busca de un Congreso sobre la Consciencia y la Interioridad organizado por la Cátedra Edith Stein, dirigida por la psiquiatra Maribel Rodríguez, que entrevistamos recientemente en nuestro programa Hilo de Ariadna y que ha hecho de su vida una búsqueda de unión e integración de lo que, por demasiado tiempo, ha estado desunido, la mente del espíritu.
No soy persona de congresos, soy más de silencios y conversaciones sazonadas de tiempos amplios para la reflexión y la concatenación de conferencias satura con facilidad a mi alma, que busca el reposo de la palabra dada, pero asistí con la curiosidad de quien no se prodiga mucho en estos entornos, y eso me permitió, por la novedad, la mirada de principiante que me dejó asombrarme por lo pequeño y lo grande.
Lo pequeño de una luz atravesando los ventanales, que invitaban a la otoñada de lo que siempre sobra; la presencia de una estatua de la Santa que con su paloma al hombro presidía el espacio como un recuerdo imaginal de lo esencial. La configuración de anfiteatro del aula magna que procuraba al alma una estudiada disposición al aprendizaje; las luces del otoño que casaban con los rojos de los árboles de la entrada, y las decenas de rostros, tililando desde las estrellas que son los ojos, hablando de un único rostro, que se prodiga en todos. Somos lo que vemos decía Pessoa.
Contemplé a Carlos Blanco, el primer conferenciante, más que le escuché. Su conocimiento enciclopédico, la capacidad asociativa de registros filosóficos, científicos, enhebrados en varios idiomas, excedía mi capacidad de retentiva. Su discurso, su porte, sumado a una juventud exultante de curiosidad científica hablaban de una sobreabundacia de inteligencia, de esas donaciones espectaculares que el Cielo hace a veces y por lo que en occidente se los llaman superdotados.
Su currículum daría, como dijo Maribel, para una conferencia sobre la genialidad, pero era tanto lo que intentó condensar, era tal la velocidad de sus sinapsis cerebrales, que después de una entrega activa a sus palabras durante la primera media hora me quedé rendida, y entré en una acogida pasiva a todo lo que instante que le envolvía me decía, sus manos, su gesto, su pulsar precipitado de lámina en lámina. Su persona pasó a ser el nódulo central desde el que la trama del ser se hacía más transparente. Podía sentir el asombro del público, nuestro asombro ante estos fenómenos de la naturaleza de Dios que encarnan cada cierto tiempo y les hace parecer extraterrestres y seguramente sentirse tan lejanos de todos por la capacidad inusual y cuántica de relacionar multiplicidad de niveles.
Habló de una ciencia que le tiene profundamente enamorado por las comprensiones que le provee para entender el misterio de la conciencia, y me recordaba a lo que decía Sir Arthur Eddington. “Ya por la búsqueda intelectual de la ciencia o por la búsqueda mística del espíritu, la luz hace señas y el propósito que brota adentro de nuestra naturaleza responde.”
Había humildad en reconocer que el gran problema metafísico de saber qué es la conciencia seguía siendo un misterio, como lo había sido desde el principio para la mayoría de los científicos, que no para los sabios y los santos que se quedan no sabiendo, toda ciencia trascendiendo, y en ese lugar central de la persona las grandes cosas son allí saboreadas, sin necesidad de máquinas de autoimagen que, por cierto, son bastante falibles como para basar las teorías de la estrella científica de la temporada, la neurobiología, que parecía, en alguna de sus exposiciones, caer en la tentación de la cerebrolatría, de reducir la conciencia a la materia.
Pero su optimismo nacía de la fuente de la juventud. Su pasión por una ciencia que crecería a la par que evolucionase el cerebro para dar la respuesta al gran misterio de ser conscientes de que pensamos, de saber que sabemos me asombraba e intentaba beber directamente de esa juventud para entenderle, en lo profundo, entender el fenómeno de esa pasión por una ciencia que nació de la Filosofía, de la Metafísica y luego renunció a su madre, que hunde sus raíces en el Cielo y que por ello se perdió en la materia, en lo medible, pues renunció al principio metafísico que le daría validez gnoseológica. Incapaz de abordar el milagro de la conciencia, su primacía, de entender la consiguiente inconmensurabilidad entre la subjetividad y la materia, ya fuera esta un grano de arena, o el majestuoso astro rey del sol de cada día.
Y me preguntaba, mientras su capacidad de síntesis redujo la historia de esa pregunta a media hora de una cascada de nombres, citas y visiones de los más variados científicos que han intentado responder a esa pregunta sobre la esencia de lo que somos, desde Descartes a Chris Frith, pasando por Daniel Dennett, Changex Dehaene, Gerald Edelman… si la conciencia puede definirse, como sostienen algunos, por las estructuras y funciones en las que se expresa. ¿Puede la comprensión de un televisor explicar de dónde viene la película que proyecta? ¿Puede realmente pretenderse que para estudiar la subjetividad humana objetivamente haya que suponer que no es algo tan elevado y encerrarla en la materia de un cerebro, por mucha onda de probabilidad que sea?
¿Quién soy yo? se preguntaban los sabios de la india. Para conocer a Tu Señor has de conocerte a ti mismo dice los sufís. ¿Es ilusoria la conciencia como decía Hume. Una ilusión metafísica? ¿O es un motor inmóvil, reflejo del Motor Inmóvil, una imagen y semejanza? ¿El espejo en el que el fenómeno del mundo se revela?
¿Puede dejar la ciencia de comportarse por fin como si solo existiese una realidad “objetiva” y aceptar que ese sujeto al que ahora quiere aprehender en sus cárceles axiomáticas, en sus fórmulas matemáticas es inaprehensible? pues como dice Titus Burkhardt “es la única garantía de la constante lógica del mundo; y que ese sujeto, a quien no debe entenderse sólo en su naturaleza relativa al yo, sino, antes bien, en su esencia espiritual, es el único testimonio de toda la realidad objetiva”.
Si el acceso a ese conocimiento es cruzando los umbrales del espíritu podrá la ciencia moderna, que con la separación que hizo Descartes entre cuerpo y mente preparó el terreno para negarlo, mensurar lo inmensurable, como dice este brillante joven con su optimismo antropológico o tendrá que aceptar, con humildad, que lo menor no puede explicar a lo mayor y que solo la Ciencia Tradicional, la Metafísica puede adentrar a cada hombre en la sustancia de esa pregunta, de quién en el fondo de nosotros mismos nos increpa, adentrarle en la comprensión y vivencia que surge de ese silencio dorado, de esa nube del no saber, donde por obra del intellectus agens se abre la puerta del Paraíso, de la redención de la escisión, de la separación, donde uno por fin descansa en los brazos de Eso que nos deja balbuciendo, donde todas las preguntas se hacen respuesta: Solo Dios basta.
Continuará….
Beatriz Calvo Villoria (ecologíadelalma.es)
Directora de Ecocentro TV