El silencio desconocido
Desecha todo lo que crees conocer
y déjate abrazar por lo desconocido…
Era un sonido muy bello. Quien lo escuchaba se sentía tocado por una gracia invisible que aún siendo olvidada, dejaba más allá de la memoria una marca imperecedera.
Los más ancianos relatan, nadie sabe si porque lo recuerdan o porque lo imaginaron, que este sonido fue emitido por la voz de un músico del que ni siquiera se conserva su nombre. Cuentan de él que era un hombre muy pobre porque se dedicó toda su vida a escuchar, lo cual no le permitía tener una ocupación con la que ganarse la vida. Vivía en las montañas, alejado de los demás, y los que algunas veces se atrevían a aproximarse, siempre relataban haberle visto en una actitud de alerta, estirando sus orejas con las manos, como si cada instante fuese para él el más importante, aquel en el que llegaría a escuchar el sonido esperado. Pero a pesar de ello nadie le había oído nunca cantar ni tocar ningún instrumento. Cuando se acercaba el momento de su muerte, aquel hombre se tumbó sobre un lecho de flores blancas que él mismo había recolectado esa mañana y al atardecer, cuando el sol iba a ocultar su último rayo detrás de las montañas, con su última espiración comenzó a brotar de su garganta un sonido que convertía la noche naciente en eterno amanecer. Atraídos por el sonido comenzaron a acercarse hasta allí caminantes de lugares cercanos y lejanos, que fueron construyendo sobre la tumba del sabio un templo dorado del que surgió un nuevo mundo.
Lo más extraño de todo era que el sonido no se extinguía, más bien parecía ganar en claridad y pureza. Llegó a ser tal su intensidad que se fue expandiendo hasta que no hubo un sólo rincón donde no se oyera. Hacía felices a todos y en los corazones reinaba la armonía.
Pero pasado el tiempo, el sonido se fue volviendo melancólico hasta que llegó a ser profundamente triste. Nadie podía explicarse que estaba ocurriendo y las gentes comenzaron a reunirse para discutir largamente sobre qué extraño maleficio podía haber provocado aquel cambio. Como no podían dejar de escucharlo, la tristeza de la que estaba impregnado se iba colando en sus corazones como una brisa helada y les impelía con urgencia a buscar una solución.
Probaron a lavarlo en el arroyo de las Aguas Cristalinas, probaron a encerrarlo en la cueva donde Nadie Regresó, probaron a transformarlo según las artes del gran mago Armig, probaron a subirlo a la montaña de las Nieves Eternas, probaron a llevarlo al planeta de los Sueños Imposibles, probaron a enlazarlo a la estela de la estrella fugaz Gomeisa, probaron a estallarlo escuchándolo todos a la vez, pero fue inútil. El sonido destilaba imperturbable, en todos los lugares, su misteriosa vibración llena de un significado oculto que hacía languidecer las almas.
También hubo hombres valerosos que arriesgaron su vida buscando por todas partes de este mundo, de los pasados y de los por llegar, un lugar donde no se escuchase. Subieron hasta la cima de 2.000 montañas imposibles, socavaron 3.000 túneles interminables, se adentraron en 4.000 cuevas de profundidad espeluznante, construyeron extraños artilugios para atravesarlo a gran velocidad o para viajar a galaxias lejanas. Pero no hubo un solo instante en que nadie pudiese decir que no oía ese sonido, con rotundidad, sin posibilidad siquiera de dudarlo.
El patriarca del templo dorado se sentía especialmente responsable de aquella situación y día y noche se dedicaba a reflexionar meditabundo. Llegó a sus oídos la existencia de un músico que habitaba en el otro extremo del planeta y cuyas extrañas capacidades se habían ido difundiendo por todos los rincones. Se contaba que tocaba todos los instrumentos, de cuerda, de viento, de percusión y otros inventados por él, de materiales y formas totalmente inusuales. Pero lo que más impresionó al patriarca es que este músico, llamado Inayat, era capaz incluso de hablar con los sonidos.
Emprendió, sin dudarlo, el largo viaje y tardó meses hasta llegar a la casa de Inayat, situada al pie de una escarpada montaña rodeada de un bosque de enebros. Lo encontró en el jardín sentado sobre una banqueta de madera clara. Diseminados por la amplia extensión verdosa que se desparramaba hasta el primer enebro del bosque, se veían instrumentos de todos los tamaños y formas, aunque en ese momento el músico se limitaba a tañer un sencillo instrumento de largo mástil sobre el que se tensaba una única cuerda de cuya vibración surgía aquel sonido inevitable.
-Buenos días Inayat, -le saludó el patriarca. Soy el patriarca del templo dorado, donde nació ese sonido que interpretas. Conocedor de tus dotes he venido hasta aquí para pedirte ayuda porque el mundo está afligido por su causa y no podemos hallar una salida. He pensado que tal vez tú puedas hablar con él y averiguar la causa de esa tristeza que a todos nos desborda.
Aunque Inayat cesó de tocar para responder al patriarca, el sonido seguía allí y ambos, como el resto del mundo, no dejaban de escucharlo.
-Difícil tarea me planteas, pero tu confianza es fuerte y grande tu seriedad. Desde este momento no cejaré hasta poder hablar con el sonido y obtener de él una respuesta. Regresa tranquilo a tu templo y espera.
Se abrazaron y el patriarca se perdió lentamente en el horizonte.
Inayat, que era un hombre sereno y lleno de bondad, asumió aquella tarea con humildad pero muy consciente de su importancia. Sabía que hablar con los sonidos no era fácil. Alguna vez lo había conseguido pero siempre tras haber esperado con gran paciencia el momento oportuno. Todavía recordaba perfectamente una vez que habló con una quinta para tratar de averiguar si eran dos sonidos o uno, o cuando habló con una segunda intrigado como estaba por su permanente conflicto, o cuando habló con una escala de trece sonidos para tratar de dibujar la misteriosa línea que les daba sentido. Pero hablar con aquel sonido imperecedero debía de ser aún mucho más difícil. No obstante, abandonándose a su suerte, se sentó hasta que ante él apareciese el camino que habría de conducirle hacia lo desconocido.
Cuando la primera estrella apareció en el cielo y gritó el pájaro de la noche, Inayat se puso en pie y se encaminó hacia el extremo de su jardín. Entonces no sólo oía el sonido, sino que lo vio resplandeciente delante de él. Supo que aquel era el momento propicio y por eso le dijo:
-Sonido que no cesas, ¿qué es lo que te ocurre? Tu tristeza impregna el mundo y cada vez nos hace más difícil incluso respirar.
-A ti te lo voy a contar porque tu corazón es puro, -le respondió el sonido armonioso-. La causa de mi aflicción es muy simple. Una gran nostalgia me corroe porque quiero regresar al silencio. Él es mi patria y mi destino, mi sentido y mi esencia.
-¡Qué extraña palabra!, -exclamó Inayat sorprendido. Más extraño ha de ser aún su contenido. Yo no conozco tal cosa pero sin duda podré ayudarte. Dime cómo he de hacerlo.
-Lo primero que has de saber es que tu destino y el mío es el mismo y debes aceptarlo aún sin comprenderlo, -le comenzó a explicar el sonido. Yo existo porque tú me escuchas y sólo si dejas de hacerlo ambos podremos descansar para siempre.
¡Qué difícil era comprender aquello para el pobre Inayat, que no conocía el silencio! Sintió un miedo intenso y por un instante pareció flaquear, hasta sus piernas temblaban y su rostro empalideció. Cuando quiso seguir preguntando, se dio cuenta que a pesar de que continuaba oyendo el sonido, su resplandor había desaparecido y ya no cabían más palabras.
Inayat no podía olvidar lo que había oído y día tras día aquellas misteriosas palabras daban vueltas en su cabeza en busca de un sentido.
-En realidad no debe ser tan difícil dejar de escuchar este sonido, creo que nunca lo he intentado con ahínco, -pensó para sí.
Un día, de nuevo al caer la tarde, Inayat se encaminó hacia el lugar de su jardín donde se encontrara con el sonido y sentándose en el suelo cerró los ojos y apretó los oídos con sus manos hasta taparlos totalmente, con firmeza. Qué gran sorpresa se llevó cuando se dio cuenta que dentro de sí había otros oídos que con la misma intensidad seguían oyendo el sonido.
Desde entonces algo indefinible cambió en Inayat y aún sin proponérselo tomó la costumbre de pasear cada día a la misma hora por las lindes del jardín, sin ningún motivo concreto, como si fuera algo inevitable, respirando con deleite la frescura renovadora del aire. Durante uno de aquellos paseos, inesperadamente, vio de nuevo el sonido enfrente de él reflejándose en la montaña que le cobijaba, diciendo con su inconfundible timbre:
-Inayat, ¡cómo te desconoces a ti mismo!, ¡cómo pudiste pensar que tapándote los oídos ibas a dejar de oírme! Yo estoy dentro y fuera, arriba y abajo, antes y después. No puedes esperar que cese sino que debes escuchar más allá de mí y allí te llegará el silencio en el que los dos descansaremos. ¡Inténtalo de nuevo!, ¡cada instante!
Esta vez el sonido no le dio a Inayat ni siquiera la oportunidad de hacerle ninguna pregunta y le dejó si cabe aún más confuso de lo que estaba.
-¿Qué querrá decir con escuchar más allá?, -se preguntaba meditabundo el músico, ¿es qué hay algo más allá del sonido?, ¿y cómo llegar hasta allí?
Esperó de nuevo, como ya era su costumbre, la llegada del crepúsculo mientras deslizaba con suavidad una columna de aire dentro de una flauta de bambú de la que fue surgiendo con dulzura el sonido inconfundible. Se sentía su oscura melancolía, de tacto sobrecogedor, inundando la bóveda celeste que contagiada se iba apagando para llenarse de diminutas lágrimas resplandecientes. Inayat, lleno de coraje, emprendió la ascensión por la ladera de la montaña caminando sin descanso hacia donde oía, sentía, incluso por momentos veía el sonido.
Y caminó y caminó y cuanto más caminaba más parecía alejarse la cima de la montaña. Pero de pronto algo extraño ocurrió. Como si dentro del sonido se hubiese abierto una misteriosa puerta, a los oídos de Inayat comenzaron a llegar sonidos desconocidos que se transformaban, que se desmembraban permanentemente en sucesiones e hileras interminables de otros sonidos, nuevos en cada momento. Se veía a sí mismo en el interior de columnas sonoras y complejas estructuras de líneas que se entrecruzaban describiendo dibujos incomprensibles. Su belleza fascinaba a Inayat que se sentía habitar un nuevo universo. Pero poco a poco, como las aguas de los ríos van a parar al mar, aquellos bellos mundos sonoros iban fundiéndose para confluir en la profundidad del sonido único e incesante, dejando a Inayat flotando en su pesadumbre.
Paró el paso y con una simple espiración se encontró de regreso en su jardín que comenzaba a recibir los brotes luminosos de un nuevo día.
A pesar de todo, Inayat continuó deslizándose en la rítmica cadencia del transcurrir de su vida, sin olvidar un solo instante las palabras que el sonido le dijera. Y al declinar cada tarde, saludaba a la primera estrella haciendo sonar un instrumento que sujeto entre sus piernas, sus brazos, sus manos o sus labios recibía la calidez de su aliento. El pájaro de la noche contestaba como un eco con su grito y más allá del bosque siempre parecía dibujarse un camino.
Aquel cálido día, Inayat se encontraba especialmente cansado y después del almuerzo se tumbó sobre la hierba de su jardín, plagada de flores blancas que saludaban la llegada de la primavera, para recibir los rayos del sol sobre su rostro y así se quedó profundamente dormido. Soñó que él era el sonido y al despertarse sintió su corazón golpeando con fuerza en su pecho y vio sorprendido que ya era entrada la noche. No teniendo ningún instrumento cerca y no queriendo hacer esperar más al sonido, comenzó a entonar con voz desgarrada su destino.
Con levedad acompasada, su corazón se iba vaciando en aquel canto, como un desahogo inesperado. Y cuando nada quedaba dentro, cesó de escuchar y sólo entonces también cesó de cantar, también cesó de sonar, también cesó de latir…
En el horizonte amanecía un nuevo templo dorado.
Marisa Pérez