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La dualidad en la Unidad. Crónica de una cena por Siria

Beatriz

¿Cómo hablar de felicidad en medio de la desdicha? ¿Cómo celebrar el encuentro que ayer cien corazones tuvimos en Ecocentro alrededor de la belleza de la música de Radia y Wafir, y la excelencia de una cena de reyes mientras las bombas caían en Alepo, en esa Siria herida por la que nos reuníamos?

¿Cómo conciliar la enseñanza del maestro que nos inspiró a organizar esa cena benéfica, Shaik Hassan Dyk, de que Dios nos prueba para darnos algo mejor, con miles de personas heridas por el horror en lo más profundo de su corazón, bajo la lluvia, la huida, las bombas, la sanguinaria perfidia del hombre desatado?

¿Cómo conciliar que los tesoros que la prueba trae son quizá los del otro mundo -incognoscible para la mayoría de nosotros- con la presencia del apego a esta vida efímera, tan llena de valles y de lágrimas, de enfermedad, desamparo y muerte, pero también de cumbres como soles radiantes, donde se percibe que más allá de esta insoportable dualidad, hay algo sereno y profundo que contiene la tragedia de lo humano, en un perfecto silencio dorado, inconmensurable?

Quizá todo se concilia comprendiendo que tras la noche siempre llega un nuevo día, que tras la noche del alma, llega siempre el sol del espíritu que desgarra las últimas brumas. Que tras la noche densamente oscura de la muerte atroz de miles de hombres, mujeres y niños, en ese mismo instante, amanece el verdadero día luminoso que todos esperamos desde la eternidad que somos. Volver a casa, a eso en lo que somos, nos movemos y existimos. Descansar en paz.

Morir, quizá, en medio de la descomposición de todo lo amado, a un mundo ilusorio, en pos de uno más real, salir con la muerte de este escenario de sombras platónicas, para librarnos de más dolor, el que nos queda todavía por ver, en un mundo de máscaras y velos que se desangra sin ley. Morir y nacer porque creemos y vemos un más allá, porque atisbamos ya aquí, en medio de los velos, la posible trascendencia de un mundo demasiado tamásico, endiabladamente material y dual, de frutos del árbol del bien y del mal, y olfateamos con los andamios del anhelo el descanso eterno en el prometido paraíso de la reunificación, de la redención, de la resurrección, donde todo es gloria y delicia para el bienaventurado pobre, que nada tuvo en esta vida, y en el caso de muchos pobres sirios, que solo tuvieron el nombre de Dios en los labios mientras la bomba de los poderes que gobiernan el mundo reventó sus sueños de vivir en este extraño planeta de odios y amores.

Alquimia para el corazón del mundo

Y de amores quiero hablar ahora, para despolarizar tanta emoción aflictiva. No para negar que Siria duele en el tuétano del alma sino para despolarizar, para buscar esa no dualidad que alivia el sufrimiento asumido, acunado por la aceptación y el reconocimiento de que vivir duele, de que vivir nos aproxima a cada segundo a miles de muertes, microscópicas y macroscópicas (estrellas estallan de muerte ahora en un lugar del universo, mientras mis células degeneran, mueren también, en un explosión de minúsculas luminiscencias).

Todo al morir se transforma, todo al morir se renueva, todo vuelve a su lugar de origen; los elementos de la tierra a la tierra, “polvo somos, en polvo nos convertiremos”; los elementos celestiales, como nuestro espíritu, nuestro verdadero ser, transmigrarán en un viaje apasionante hacia su Origen, al encuentro del Amado dicen los cristianos y los sufíes.

Traer el amor sobre esta líneas, y acostarlo con el sabor de la memoria en cada palabra, el amor el que sentí ayer ante tanta gente bonita comiendo para dar de comer a los pobres de Damasco, en una lejana mezquita coronada por la santidad de un santo sufí, que no respiró una solo aliento sin decir el Nombre de Dios, saboreando lo real, tan dulce como una miel que ungiera sus labios. En una mezquita que habitó por unas horas en nuestro corazón, en un tiempo y un espacio que reunió en una ristra de mesas unificadas a decenas de personas, amigas, muchas, de estas extrañas redes, a las que ayer pude ponerle cara. Amigos, también, de carne y hueso, queridos, con las que me he formado, configurado. Familia, hermanos…

Personas que despolarizaban con su alegría la aflicción de la tragedia, porque los opuestos nos son contradicciones y caben en el mismo corazón de un mundo sujeto a la ley del espacio y el tiempo. Son la armonía de una danza de opuestos necesaria que no comprendemos, porque no tenemos altura suficiente, no puede haber vida sin muerte, alegría sin dolor. Son uno y lo mismo, un yin-yang que rota sobre sí mismo en una danza imposible de contener si uno no se acalla lo suficiente. Como para que la brisa que susurra el espíritu de lo divino nos informe de la buena nueva de que todo tiene un profundo sentido.

Como la historia de ese niño que ante el espectáculo de hilos desmadejados de la labor de bordado de su madre, el caos sin sentido de puntadas sin concierto le pide explicaciones a la sabiduría de su vida,  del desconcierto de lo que está haciendo con sus puntadas y la madre amorosa y lúcida le levanta del suelo desde el que no ve para que contemple la obra perfecta, donde cada puntada teje un paisaje de belleza y armonía, la inexcrutable economía de lo divino.

La vida es unidad de los opuestos. Lo dual emerge de la unidad, pero nuestra mente ordinaria no adiestrada en el silencio lo concibe como dualidad irreconciliable y no es capaz de proyectarse más allá de este efímero mundo, obviando, en su olvido de la totalidad, los múltiples estados en los que el Ser se manifiesta.

Decia Marcel Proust que “sólo sanamos un dolor cuando lo padecemos plenamente”. Ayer padecí el dolor de un mundo en medio de la dulzura de otro mundo, e intenté ofrecer mi dulce gozo y alegría para realizar una alquimia secreta en el corazón del mundo que es mi propio corazón, abriendo la conciencia a Siria y a sus llantos que son mi propio llanto, mientras palmeaba a Wafir y a Radia y sentía el jolgorio de palabras animadas en muchos amigos que disfrutaban del calor de la compañía humana, del privilegio de comer, sentir el calor de una noche que llueve frío de invierno.

Para despolarizar la aflicción de un mundo que sigue pariendo un  nuevo corazón, que no llega, con estertores de parto. Me permití sentir alegría, y abrazar el dolor con empatía, con amor (me enamoré, por cierto, de un mensajero de los dioses que miraba el mundo con el asombro privilegiado de cinco años bendecidos por padres de presencia). Con compasión, para subir de la mano al que padece, con comunión con unos lejanos médicos y enfermeros de Mallorca que mandaron con Gonzalo una caja humilde de cartón llena de dinero. Gracias.

Sentir bondad de confianza que tras esta larga noche oscura vendrá, por fin, un nuevo día. Sentir emociones integradoras que atenúan la dualidad de esta maya que como serpiente cubre la sencilla naturaleza de la cuerda, el ser que somos, inafectado, eterno, más allá del más allá, hasta la consumación última.

Qué esta alegría del encuentro sea una oración hacia la realidad indivisa que compartimos y las chispas de nuestro encuentro no solo lleven arroz a la cocina de Damasco sino a ese fogón oculto que arde en el corazón de cada hombre esperando ser revelado y que en medio de la noche más oscura, como dicen que les pasa a los santos, el martirio de nacer en Kali yuga se convierta en ofrenda y desapego poderoso de lo que no es para que lo que es reine por siempre en el núcleo del núcleo, luz sobre luz.

Beatriz Calvo Villoria agradecida.

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