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Mimosas, cine para el espíritu

Beatriz

Ayer fui a ver Mimosas, una película o quizá un sueño teatralizado por personajes casi reales, que no actores, que estaban sumamente despiertos en cada fotograma ante el hecho de que en toda película que los hombres se cuentan sólo existe Dios, lo Real.

Había sí, una película, un director, unos “actores sui generis”, pero a lo largo de una deliciosa hora y media sólo le vi a Él actuando en las vidas de cada uno de los personajes y de cada uno de nosotros que habíamos llegado al cine para deleitarnos ante su Misterio. Salí llena de una mirada alimentada por un cine que necesitamos y que es rara avis en las carteleras del mundo dormido en pesadillas. Salí, digo, robándole al tiempo una mirada fugaz a que Él es el Único gran actor actuante y espectador al mismo tiempo, de su propia Infinitud desplegada y de su Absoluto inexcrutable.  No hay causas segundas que distorsionen sus decretos. Una película alquímica.

El libro revelado de la Naturaleza

Todos los personajes pululaban en el  escenario privilegiado de la primera Revelación: la Naturaleza, pues allá donde se mira sólo se vez su faz esplendorosa. No eran personajes de glamour “hollywoodense” sino  personas entrañables sacadas, parecía, de un tiempo atemporal, cuya belleza era esculpida por una geografía primordial que los ensalzaba a categoría de arquetipos, gracias a una fotografía realmente inspirada. Hombres y mujeres, que en su viaje por la vida, atravesando una montaña geográfica en el Atlas, atravesaban también la montaña iniciática interior, esa que da altura para comprender las estrecheces de nuestra identidad ilusoria, e iban despojándose de sus vestiduras hasta confrontarse con la sinceridad de su intención y de sus suplicas al Único que es.

Hombres y mujeres sencillos, con vestimentas de fitrá, de primordialidad esencial, que en su pobreza parecían príncipes y princesas revestidos de lana, la de los sufíes en potencia, interiorizados por un paisaje que hablaba del vacío pleno ante su contundencia de silencio.

El tratamiento sacral de las montañas del Atlas conmovía hasta la médula y surgían invocaciones espontáneas ante tanta magnificencia derramada. Las imágenes parecían querer desplegar ese libro sagrado que sólo los hombres de Dios saben leer. “Dios es bello y ama la belleza” parece que gritaban las escenas mientras se sucedían en una noche oscura, de una sala negra como el carbón, teniendo, eso sí, la casa sosegada.

El tratamiento del desierto como si fuera un cielo de arena, espejo puro donde el Sol refleja su seidad y animaba a los ángeles que en él habitaban a ocuparse de la vida de los hombres era también un silenciador de la mirada interna. Aunque las alas utilizadas, esos viejos mercedes marroquíes, que son milagros de la astucia humana necesitada, fueran demasiado cochambronsas y maquinales para representar la celestialidad de los ángeles, guardianes que nos custodian, pero la mirada del director Oliver Laxe transformaban su maquinal locura en un poema visual cuando surcaban, cada uno con un destino entre sus manos, las arenas enrojecidas de tanto Sol, que atardece, irremediablemente también, las vidas de los hombres.

Morir antes de morir para no morir cuando muramos

Pues “en verdad, somos de Dios y a Él regresamos”  dicen los sufíes y esa es la intervención estelar del Shaij anciano que muere, como quien se hecha una siesta en medio de un mundo que es un sueño, para despertar en el Paraíso de la Realeza, y se pierde de la caravana en la noche, “soy negra, pero hermosa”, se dice en el Cantar de los cantares, pues la interioridad exige la renuncia al mundo, para recuperarlo revestido de Su belleza.

Y en una escena bellísima el Shaij desaparece hacia lo alto de la montaña, como corresponde a las estaciones de los sabios, que se simbolizan con perfección en la altura y en la pureza de la nieve del conocimiento, y vuelve como cadáver, como prueba, como polo alrededor del que gira la historia y su muerte es el inicio de la aventura iniciática que todo hombre tiene el deber de emprender, el viaje a la interioridad donde reside la divinidad esperando ser conocida, como un tesoro vivo que espera el amor que despierta su inconmensurable belleza.

El Shaij vigilará desde su mortaja el viaje, que se inicia con el temor a cruzar la vida en manos de Su voluntad y no la nuestra, ante la constatación de ser criaturas que desconocen todo del Sol que les da la vida, pero que como califas, puentes entre cielo y tierra se han de mantener erguidos ante la dignidad que Dios les ha concedido, por encima, incluso, de los ángeles. De ahí, quizá, esa frase enigmática, “si tú lo haces bien yo lo haré mejor”, que le dice Shakib, un ángel guardián que está en perpetuo estado de oración, a Ahmed, un hombre como tantos contemporáneos que perdieron la fe, perdidos en una historia moderna que pretende asesinar con su olvido al Único que sostiene al Universo y que paradójicamente les permite su pérdida. “Aquél cuya alma no se derrite como la nieve en manos de la religión, verá cómo en sus manos la religión se derrite como la nieve.” Dice un dicho sufí.

Mimosas es un viaje en busca del camino recto que es ascendente y que evoluciona al ritmo de las tres posiciones de la oración musulmana. Una primera postura erguida con la que se inicia el primer tramo de viaje por las montañas, en el que nuestro protagonista, Ahmed, está aún muy lejos de la Verdad. Una segunda postura que inclina poco a poco a los caminantes a creer en que la fe es el extremo de la cuerda de la certeza de un Dios que escucha a los hombres en sus plegarias y guía a quien Él quiere  y eso nos va purificando. Y el milagro final del hombre sometido a la Verdad  de que sólo Dios es Real, no hay más realidad, ni bondad, ni belleza que su Realidad, su Bondad y su Belleza, y que acontece en la posternación final, cuando por fin el corazón queda por encima de la cabeza, pues es el tabernáculo (miskât) del Misterio (sirr) divino en el hombre.”

La película recorre por tanto el viaje de toda oración ritual y que solo los sufíes, los místicos, saben realizar interiormente y sacarle todo su sentido iniciático, por su arte de saber morir antes de morir, mediante una oposición metódica contra sus propias posibilidades inferiores. En un ahondamiento interior, en un reflujo del sí finito en dirección de su Principio divino que decía Martin Lings. Esa oración en busca de la sumisión sincera a la Verdad que gobierna nuestras vidas, la de que no elegimos la hora de nuestra llegada ni de nuestra partida es, según mi humilde visión,  el intento de epopeya de nuestros peregrinos por las montañas del Atlas, montaña mística, camino ascendente que puede llevar a los hombres al cielo de sus mejores posibilidades, incluso al martirio por amor a Dios y sus criaturas.

El camino recto que asciende

Y así deambulan ascendiendo hacia mayor sinceridad ante un Dios que se hace omnipresente en el vuelo de un pájaro, en la muerte de un viejo, en el rapto de una joven, entre imágenes que preñan la pupila, nuestros peregrinos, por un camino recto que se dibuja a cada paso, con cada pensamiento, cada acto, cada palabra, desvelando en los signos que se escriben en los horizontes y en sus pechos su pureza o no de intención. Aprendiendo a ser hombres plenos en la tierra, capaces de cerrar lo que abren, terminar lo que empiezan y abriéndose lentamente, como flores de primavera, al magnetismo poderoso del ajira, en el recuerdo de que el otro mundo podría abrir su puerta de muerte y transito mañana u ahora mismo.

Mimosas refleja en ese caminar sin tiempo por un espacio ilimitado que señala un dicho de su Profeta “Actuad respecto a este mundo como si fueseis a vivir mil años y respecto al otro corno si fueseis a morir mañana”.  Y para nuestros protagonistas, magníficamente retratados por una cámara que los hace bellos hasta la exclamación de que somos realmente hijos de Adam, perfectos en nuestra imagen, pero en busca de una semejanza perdida no hay ya nada más santo que cumplir la promesa dada, incluso con  la muerte, para ganar el Reino, para perder el mundo que nos encadena con falsas promesas. Libres para amar al Amor, inclinados ante el fulgor de su belleza.

Beatriz Calvo Villoria