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Pokémon Go, el fin del juego

Beatriz

¿Ante el aumento de los trastornos de conducta a edades cada vez más tempranas, ante caracteres psicopáticos tales que hacen a jóvenes empuñar un arma, una bomba o lo que fuere e inmolarse matando prójimos en todas las direcciones, cómo es que esta sociedad no se pregunta la causa y se conforma con debates estériles en los medios de comunicación que la ciencia psiquiátrica “enriquece” describiendo con prolijidad las características morbosas de esos caracteres y mostrando la pobreza de sus soluciones, que atacan los síntomas convirtiendo a muchos en vegetales? ¿Por qué nos cuesta tanto comprender las causas,  la raíz del problema?

Hablaba el otro día con un joven de 17 años sobre cuáles eran sus aficiones favoritas y me decía que los vídeos juegos y me ponía en conocimiento del último de moda, que tiene a jóvenes y adultos persiguiendo monstruos en una realidad virtual entremezclada con la realidad, Pokémon Go. Millones de personas en todas partes del mundo salen a las calles poniendo el móvil delante de sus cabezas, como si de una posmoderna y tecnológica zanahoria se tratase, lo que les hace olvidarse del color rojo de los semáforos, de que los coches pasan por las carreteras, de que meterse en una propiedad privada para cazar uno de esos monstruos imaginarios puede acabar en tragedia.

Ese mismo día un conocido de este joven atropelló a otro, de tan solo 20 años, pues cruzaba la calle con el móvil, ensimismado en una máquina, como estrella polar de su destino. Absorto en una realidad infantil y ficticia se debate ahora entre la vida y la muerte mientras el otro joven huyó incapaz de afrontar una realidad tan real como la de la muerte y la de la vida, donde los muñecos que abates o atropellas no vuelven a levantarse, ni puntúan. El juez decidió meterle en la cárcel. Dos vidas truncadas. Al otro lado de la pantalla, como un Polífemo de un solo ojo, la tecnología, una visión de la realidad que carece de perspectiva, profundidad y dimensión.

Ese joven huyó de la responsabilidad de los actos, huyó cien leguas cósmicas de los principios eternos, universales, que son patrimonio del hombre en cuanto tal, y que no envejecen con el tiempo, tal como huye de la dimensión espiritual toda su generación, incapacitada para el pensar, para el responder con acierto a este valle de lágrimas y de alegrías, pues les robaron, entre otras cosas, el juego verdadero en el que adiestrarse en esos principios sagrados, inmutables, para todo hombre.

El juego de la vida

Juegos en los que los tableros nos reunían alrededor de verdaderos símbolos, que estaban fundamentados en lo inefable, y nos hacían llegar al paraíso con el Juego de la Oca o a entablar batallas duales con las Damas, y aprehender de ese árbol de la ciencia del bien y del mal que nos expulsó del Paraíso de la Unidad, de la simplicidad. O a empaparnos de las cuatros direcciones, la alquimia de los colores con el juego del parchís, mientras éramos profundamente activos, no meros receptores de un juego diseñado con ingeniería de control social, y los principios se expresaban en reglas precisas de comportamiento.

Lo que aprendíamos era central, aunque se hubieran perdido los mapas del sentido profundo de los juegos, pues el hombre es un animal simbólico, y el símbolo le religa con el arquetipo al que apunta, directamente, cordialmente. Absorbíamos detalles imperceptibles y sutiles que habían dado de mamar principios en forma de fichas, de casillas, de movimientos en diagonal o directos al jaque mate a muchas generaciones de ancestros, mientras nuestros roles se desnudaban ante nosotros mismos y ante los amigos que aprendían a conocernos y a querernos, y a corregirnos si hacíamos trampa o traspasábamos los límites que, gracias a Dios, existían para nuestros ansiosos egos, que siempre quieren todo para sí. Y esos límites nos obligaban a jugar en equipo, de la mano, a salvar a nuestros compañeros en el escondite.

Eran juegos que aún conservaban ese sabor a lo sagrado, pues se nos enseñaba la cuadratura del círculo o la ciencia de los cuatro elementos en tableros donde se cocinaba la alquimia de lo simbólico, que reúne lo que está separado. Donde aprendíamos, como en la Oca, que todo termina en el centro, que unifica, el quinto elemento, el éter, el que salva, después de un camino arduo donde muchas de las imperfecciones se iban mostrando en las pruebas del pozo, la posada, el laberinto, la muerte.

Pero eran tiempos donde los principios aún estaban frescos en las almas, y aún había ancianos de verbo dorado que con una sentencia te trasmitían un principio inviolable: “lo que está para ti ni aunque te quites, y lo que no está para ti, ni aunque te pongas”, que era pura vedanta advaita campesina sobre la predestinación.

Tiempos en el que los vínculos humanos se cuidaban y más allá del tablero quedábamos para ir a construir castillos en la arena, viendo como la marea alta los devoraba, como mandalas de infancia, desapego occidental ante la atracción irresistible de un único tiempo, un presente omniabarcante que nos hacía ser dueños del espacio, que era vasto como el azul del cielo que nos contemplaba o la montaña por la que deslizábamos nuestros cartones, alfombras mágicas en las que proyectar la imaginación al reino de Ali Baba. Ensayábamos nuestra imaginación creadora. O saltábamos dunas queriendo atrapar un trozo de cielo mientras nos enfrentábamos al abismo y a la destreza de un cuerpo que se hacía voltereta, para a continuación hacer de un palo una leyenda de espada, de una poza un universo, de una esquila pescada una sirena melancólica y nuestra imaginación volaba con los murciélagos al caer la tarde sobre la mar aplateada y construíamos casas en los árboles y saltábamos como de liana en liana entre risas, revoltijos, cuerpos midiéndose en su fuerza y en su flaqueza. Jugábamos como aprendizaje y poníamos en juego todas nuestras facultades. Ahora juegan para adaptarse a una sociedad tecnologizada, ensayan los reflejos que el hombre máquina debe de tener para sobrevivir a un mundo deshumanizado.

Ladrones tras las pantallas

Nadie nos robó la infancia como un ciclo perfectamente enhebrado al siguiente ciclo de adultos, en el que desembocaríamos después de haber luchado, competido, compartido y amado. Pero el hombre posmoderno con su relativismo feroz creyó que se podía vivir sin Principios Inmutables, sin mástiles en los que envergar la loca mente de un racionalismo estéril y le robó con premeditación y alevosía los juegos a las generaciones de este ahora que todo lo disuelve con una de las cabezas de su hidra cultural, la industria del videojuego, que ya supera en facturación a la del cine.

Como a ellos mismos les gusta decir, la creación de esta cabeza de hidra es un éxito a nivel técnico, cultural y económico. Primero colocaron la realidad virtual al otro lado de la pantalla, con juegos donde matar, extorsionar y atropellar abuelas se convertía en la diversión de algunos de esos jóvenes que después entraron en la sala de su colegio y mataron a sus compañeros. Ahora inundan el mercado y la mente con esta nueva oleada de juegos donde la virtualidad se superpone a la realidad, que ha producido este fenómeno del verano, donde manadas de personas se empujan febrilmente por cazar un estúpido pokemon. Mientras. en el otro lado del mundo. se desangran en guerras reales para conseguir el coltán de esos móviles caza fantasmas, que enajenan a sus propietarios, incapaces, como si de una droga se tratase, de  levantar el dedo del teclado, la mirada de una ridícula pantalla que reduce la vastedad del mundo en  un reducto asfixiante para la naturaleza real de un ser humano.

Este estúpido juego tiene a Ministerios de defensa preocupados, policías que avisan de los peligros para la seguridad vial, centrales nucleares preocupadas por el espionaje, a ladrones usando la aplicación para robar a incautos e imprudentes, a jóvenes bosnios arriesgándose a perder la vida buscando pokemons en campos de minas abandonados, pero tien feliz y contento a la Hidra del amor al dinero (Nintendo, implicado en el fenómeno, presume de un incremento del precio de sus acciones en un 93%.)

Empresas sin principios que han sabido inocular en estos videos juegos elementos de la patología adictiva provocando compulsión: urgencia por llevar la actividad a cabo. Tolerancia: necesidad de incrementar la práctica de la actividad en cuestión para lograr el efecto inicial. (Jóvenes que mientras aumentan su exposición a las pantallas no saben todo lo que mientras juegan se pierde de la vida, y no puede dejar de pensar en el juego, convirtiéndose este en una obsesión). Y abstinencia, malestar si deja de practicarse por un tiempo.

Empresas que sostienen publicitariamente la importancia de la adquisición de reflejos, habilidades técnicas y operativas con las que tendremos que bregar para adaptarnos a este mundo de ciborgs que viene. Y que preparan el advenimiento del hombre robotizado del futuro, bien alienado, aislado, transhumano, pues saben que el crecimiento en el vínculo entre el hombre y las máquinas es inversamente proporcional al empobrecimiento de la relaciones interpersonales.

Al otro lado jóvenes cada vez más autistas, jóvenes que se alistan en ejércitos de dementes y matan con una crueldad inusitada. Pero nuestra ciencia psiquiátrica, la que pretende ocuparse del alma, es incapaz de atar los cabos entre esta cultura adictiva y las patologías cada vez más aberrantes, pues niega la sustancia intangible del  alma, que más que la mente, es la víctima invisible de esta cultura de la relatividad y el materialismo feroz, que asfixia al espíritu, atrapado en una hornacina mental cada vez más deteriorada, y solo saben recetar pastillas a diestro y siniestro. Pero hay que adaptarse a los tiempos…

Mientras  las almas de nuestros niños y jóvenes se mueren de hambre de principios en los que envergar una mente sobre estimulada por modos de vida antinaturales, antihumanos,  algo que los refrene de tanta falsa libertad de hacer lo que les da la gana, caiga quien caiga. Y mientras algunos jóvenes llevarán a la última consecuencia su patología cultivada en el magma tecnológico y mataran en nombre de un Dios desconocido, otros cazaran monstruos en los parques, como zombis, pues la industria les habrá aislado definitivamente del otro, de la vida en común que equilibra, y desarraigados cazaran pokemon huyendo de la desesperación del que no tiene raíces, del que ha construido un escepticismo atroz hacia todas las instituciones que daban refugio, la familia, la amistad, la comunidad.

Aislado de Dios, de lo trascendente, aislado del prójimo, aislados definitivamente, víctimas de una hidra de mil cabezas que quiere hombres autistas, estandarizados y amorfos, fácilmente manipulables y esclavos de la tecnología. Huérfanos de una verdadera humanidad. ¿No sería más sabio cortarle la cabeza a este cíclope moderno de un solo ojo?

Beatriz Calvo Villoria