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Semillas de eternidad

Beatriz

Semillas de eternidad. Radia. Música Sufí. Libro-Cd. Ed.Mandala

Y caminaré por el puente

invisible de la mente

hacia las células del olvido

de quién fui

y en cada paso

decidiré caer sin vértigo,

del puente

al hermoso vacío del ser

donde se encuentra la huella

del sonido que añoro

EL SILENCIO.

Radia

La música era considerada por Pitágoras como algo eterno. Una escritura divina que pone en movimiento las esferas, cada una con su nota, alabando al Dios que las crea de la nada; infinitos colores sonoros, hijos de un primer sonido primordial, de un solo mensaje: Hu, (Él), que pronuncia su nombre en la eternidad,  nombrándose a sí mismo en todo, en todos; vibrando en una nota perfecta en el corazón de cada criatura.  El sonido como primera vibración de lo Absoluto, como ese tesoro escondido que al querer ser conocido se agitó y el movimiento produjo una vibración que se expandió en el espacio como un sonido fecundo que creaba, crea y recrea mundos infinitos.

Para los místicos sufís la música ha sido siempre una escalera que vincula lo humano con el mundo celestial, una ayuda profunda y elevada para ascender al mundo del espíritu, pues la música educa al alma porque la purifica de conceptualizaciones, hace estallar la narrativa mental e insufla un lenguaje en el que puede hablar el corazón sin nombres y casi sin formas. Para Radia, la autora de este nuevo disco que Mandala saca como libro-Cd,  “Semillas de Eternidad”, se trata de dejarse caer de ese puente que nombra en su primer poema, una bellísima reflexión poética con la que se abre muy acertadamente el libro, pues deja la huella de sus intenciones profundas.

Caer de la escalera por la que se busca el asalto al Cielo, caer desde el puente de los conceptos, de la dualidad y arrojarse en un acto total de valentía y confianza suprema en brazos del vacío, del Ser y ya sin máscara, sin velo, poder escuchar a Dios nombrarse en nuestro corazón en un Acto único y eterno y repetir en Él y con Él nuestro propio canto, sin esconder nuestra majestad ni nuestra belleza de pontífices, hechos a su imagen y semejanza.

Radia, cuya hermosa etimología nos recuerda la satisfacción que el alma siente cuando se entrega a su Señor, es uno de esos cantos que nacen del amor a ese silencio fecundo, desde el que se sabe, que si se saborea, aunque sea por un leve instante, el sonido que emergerá por la garganta expresará la intimidad con un amado tan cercano como inalcanzable, que se podrá destilar esa pasión oculta de besos escondidos en largas noches buscando Su proximidad  entre los alambiques de juegos vocales que suben y bajan, abren y cierran el aliento para poder girar envuelta en un manto de sonidos, como una enamorada alrededor del único centro.

Y para girar así Radia tiene una dieta de derviche, soltó el mundo y sus contornos para peregrinar buscando ese silencio sonoro, para encontrar el contento de su nombre, y ha viajado por distintos países con sus panderos, sus laudes, sus tampuras, sus cascabeles, su garganta educada en mil lides polifónicas  para aprender y cantar como las mujeres mongolas, bereberes, gitanas, árabes, judías que su sangre vehicula, en un ecumenismo sonoro que hace sensibles todas las culturas primordiales para el alma que escucha.

Tan pronto se abren las estepas lejanas de Uzbequistan, y se la imagina cantando en una yurta olvidadas de los hombres, pero en el pleno Recuerdo de Dios, que ama a los nómadas y a  los solitarios,  como se la ve mover la lengua para correr a contarnos secretos del Magreb, donde los santos son enterrados en lo alto de las montañas sagradas, como antenas que amplifican la oración, inspirando letras de amor a las poetas que se atreven a cruzar los mares en busca del amado, como podemos verla recoger quejíos profundos, envueltos en la sedas del silencio para penetrar en el mundo invisible, con una oración tan dulce, que puedo atestiguar que encantó a su paso al mundo visible; como podemos verla abrirse el pecho y rasgarse la camisa para que el sur de todos los sures cante, a su través, una saeta de infancia que penetra el corazón hispano.

Pero para cantarle canciones de amor a Dios y a sus mensajeros y a sus maestros, que guían por una vía recta, una ha de haber muerto un poco al mundo y rezar mucho en las alfombras de las dergas y mezquitas y tener el valor de recluirse, de retirarse en el silencio del Dikhr, una repetición incansable de los Nombres de Dios, y obedecer con ello, en una sumisión desconocida para el hombre contemporáneo, lo que su venerable maestro Sheij Nazim le ordenó, profundizar en ese misterio de que el Nombre de Dios es el Nombrado, el Centro Infinito donde uno trata de negarse a sí mismo para disolver lo creado con miras a los Increado, purificado.

Y ese Dikhr de esta discípula sufí asoma por todo el disco, tanto en las letras que Radia ha escogido para engalanar su voz con la poesía de los grandes poetas del amor de ese Islam verdadero, que es el que lucha con el propio ego por extinguirse en Dios:

“…bato mis alas y no paro de girar

ardo y muero

acaso soy una polilla?”.

“…tu amor me ha sacado de mi mismo

que dolor más dulce más allá de la cura”

Como  en sus poemas que cierran este pequeño libro de semillas para la eternidad:

“…cabalgo transportada en un verso que no acaba”.

“Y gritaré sutilmente lo más bajito que pueda

para llegar al sordo silencio de tus oídos,

que sin saberlo te ciegan…”

En tiempos en que el mundo está pariendo un nuevo corazón necesitamos músicos que le canten al Señor de los Mundos con su voz y con su vida y enciendan el fuego de una plegaria humana que llegue a las mismas puertas del Cielo. Para invocar su Misericordia, para atravesar iluminados el inmenso dolor de parto que cada alma escenifica, lo sepa o no lo sepa, el parto de esta muerte que es la vida sin Dios a la Vida Eterna, que se abre por el orificio de cada muerte, donde Dios, el Rey del Juicio nos espera, siempre dispuesto a sumergirnos en sus Océanos de Amor.

Beatriz Calvo Villoria

Directora de EcocentroTV y Ecología del Alma