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Amar en silencio

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Nada externo puede definirme,

completarme, darme significado…

¿Es qué realmente puede haber algo que no sea yo mismo?

Esta es la revelación  del Amor.

 

Con toda seguridad la experiencia que más reconforta, inspira y fortalece al alma humana es la experiencia del amor. Esa atracción que percibimos como una fuerza imparable y que parece ligar a todos los seres vivos entre sí, en una extensa red de protección, afecto, unidad de destino y sentido. En un mundo que se percibe como lleno de objetos separados e individuales, en cambio al mismo tiempo se siente, en un nivel más profundo, como un conjunto de relaciones, que sujetan y sustentan, que alimentan y apoyan, todo ello tejido bajo los lazos inexplicables del amor.  La madre que con extremado esmero atiende y nutre a su criatura hasta la extenuación, el esposo y la esposa que se funden en todos los planos de su existencia entregándose mutuamente sin reservas, los amigos del alma que llegamos a experimentar como fragmentos de nosotros mismos, el impulso anónimo del que salva al que se está ahogando, el que protege a un árbol de ser quemado o simplemente el que se ofrece a sí mismo en la inevitable tarea del vivir cotidiano. El amor se da, se entrega, rebosa en puro gozo de compartir, de unificar y unificarse y en reconocer ser en esencia el mismo. Toda esa fuerza poderosa que nos mueve hacia la unidad no es sino el impulso aglutinador de nuestra esencia única, que se expresa en cualquier gesto de acogimiento y de apertura sin condiciones. El abrazo de los cuerpos que quieren así franquear sus fronteras, las acciones desinteresadas que protegen, reconfortan, ayudan, comparten, la alegría inexplicable del abandono de nuestros propios intereses egoicos, todo ello simboliza la unidad intrínseca, la fuente única de donde brota la vida.

El amor nos proporciona nuestros momentos más felices y por ello también es causa de nuestros mayores sufrimientos. Separarnos de nuestros seres queridos sea temporal o definitivamente es, sin duda, la experiencia que más nos hace sufrir y que nos sume con frecuencia en la más absoluta desesperación. Y todo porque sin darnos cuenta en nuestra mente se ha creado una idea falsa de amor, que comienza con la historia de un yo pequeño y perdido, angustiado y solo, que anhela ser amado y aceptado por encima de todo. Se ha roto nuestra integridad originaria, nuestro estado de inocencia que es el único que nos hace capaces de experimentar la magnificencia sin sombras del amor.

Desde nuestra falsa identidad proyectamos otras identidades falsas y comenzamos a apoyarnos sobre ellas. Nuestra mente se carga de imágenes mentales construidas con la materia prima de nuestras propias emociones y anhelos, y eso creemos que son los otros, a los que decimos amar. Nos llenamos de sentimientos cambiantes y fugaces, y basamos nuestras emociones en la percepción limitada que tenemos de nosotros mismos, buscando sin cesar nuestro propio beneficio y satisfacción. Sobre esta base resbaladiza, construimos las imágenes de los demás, que sentimos amar cuando responden a un ideal nuestro o cuando se adaptan a lo que hayamos catalogado como positivo o adecuado para nosotros, y a las que dejamos de amar o nos hacen sufrir, cuando cesan de responder a esa imagen, que en realidad siempre ha sido sólo algo personal y egocentrado.

Así los demás existen en función de mi idea de carencia y han de ofrecerme lo que mi mente limitada y cambiante les exige para completar ese vacío que yo mismo no puedo completar. A cambio, les ofrezco mi mejor imagen de mí mismo,  hasta que ésta inevitablemente, cuando me fallan, acaba también por quebrarse, dejando aflorar los aspectos más ocultos de mi personalidad. Y a ese burdo intercambio, basado en fugaces estados mentales, en conceptos, en ideas o en normas de comportamiento heredadas o socialmente establecidas, le llamamos amor. Efectivamente ese es el único amor que podemos vivir cuando nos encontramos extraviados en los ruidosos laberintos de nuestra mente. Desde ese limitado ámbito de visión y actuación, ni siquiera tenemos la lucidez necesaria para darnos cuenta que en ningún momento hemos abandonado el estrecho ámbito de nuestro  ego y lo único que hemos hecho es amarnos equivocadamente a nosotros mismos, a nuestra falsa identidad, que se apoyaba en el reconocimiento imaginario de los otros. Este es el amor que decimos sentir con intensidad y que finalmente se transforma en enfado, frustración o sufrimiento, movidos por los vaivenes inquietos de la mente que crea argumentos sin fin, justificando, explicando, elaborando historias que refuerzan,  amplifican y finalmente perpetúan esas emociones negativas.

Cuando cayendo en el sueño de nuestros conceptos e ideas, perdemos la integridad originaria, esa llama que arde en nuestro interior y que percibimos como ese sí mismo situado en la misma raíz de nuestra identidad, hemos perdido lo que irremediablemente añoraremos desde ese instante, el fuego de amor que somos. Queremos estar unidos por dentro y por error pensamos que queremos estar unidos por fuera y en esa dirección encaminamos nuestros esfuerzos baldíos.

Por eso debemos acercarnos a la fuente purificadora de nuestro silencio interior, aquel en el que todas las historias cesan, y realizar la unidad intrínseca de nuestro ser. Ese silencio difumina las imágenes que nuestra mente creó y que no hacen sino limitarnos, para dejar florecer la creatividad infinita del amor. Así podremos vivir todas nuestras relaciones como bellas expresiones temporales de aquel amor que vivimos en lo profundo, plenitud que rebosa a raudales. De esta manera descubriremos esa libertad interior que no depende de nada ni de nadie y que es lo único que nos llevará a poder respetar y amar la libertad de cada ser, permitiéndole aparecer y desaparecer de nuestra vida a su modo y en su momento, sin ser un rehén de nuestra propia felicidad. Amar y después callar, callar y después amar, tanto si abrazo o no abrazo, si digo o no digo, si hago o no hago, si está o no está aquel ser que amo, nada puede ni siquiera enturbiar levemente la luminosidad de un amor que ha dejado  mi corazón sin límites. Apacigua en ese amor, en ese silencio pleno, cualquier reacción emocional de sufrimiento que tus afectos te traigan y verás agrandarse aún más la llama sagrada del AMOR que arde en la raíz de tu ser.

 

Marisa Pérez