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De la multiplicidad a la unidad. En busca de sentido

Beatriz

Navegar en internet es someter al alma a cientos de impresiones y a una velocidad vertiginosa. Es leer sobre la no dualidad en su falseamiento neo advaita, de creer que el mundo al ser una ilusión, nos exime de  remangarnos las manos y consolar al enfermo, al huérfano, al prisionero. Leer que los ancianos son ahora abandonados después de un ingreso hospitalario por enfermedades propia de la vejez y que cuando se acaba, ningún familiar vuelve a buscarlos, es sentir que la noticia te ha roto el corazón, ante la maldad que anida en cualquier corazón humano que no cultiva la Verdad de lo que somos, mientras ya estás pasando a la siguiente entrada, sobre la necesidad o no de los maestros para cultivar la dimensión espiritual, pasando a continuación por una crítica a la modernidad y a la desaparición de la familia como estructura de vínculos que permitía compartir las penas y las alegrías, mientras el Estado Sueco de la felicidad ha dejado devastado en soledad y suicidios a todos sus ciudadanos independientes.

Convertir toda esa información en algún tipo de conocimiento sobre lo real no es tarea fácil. Sacudirse la intoxicación de exceso de datos, que como moscas revolotean con sus impresiones sensoriales, emocionales, alrededor de la mente, que se convierte en una especie de contenedor, de un exceso de verborrea planetaria que anega los circuitos reposados de la reflexión que nace de la contemplación exige un acto de voluntad. Voluntad de verdad, de ordenar. De aunar desde un centro de sentido sin palabras la multiplicidad que estalla ante nuestra alma.

Para ello es necesario el coraje de discernir desde el propio criterio, y no sólo de las ideas de los sabios que en algún momento han iluminado nuestro sendero y que por esa pereza a pensar por nosotros mismos, convertimos en pensamientos de segunda mano, en estructuras sólidas donde refugiarse interpretando todo desde su letra, que a veces se queda pequeña para acoger la ambigüedad del existir, de que todo no es blanco o negro, ni bueno ni malo, sino que a veces es necesario aplicar un discernimiento contextual.

Pensamientos que de ser cimiento pasas a convertir en muros que impiden ver el cielo estrellado en su inmensidad y que sin vivificarlos, con nuestro experienciar que son ciertos, algo así como lo que decía el Budhha de “comprueba la enseñanza que te trasmito”. “Indaga” se convierten en ilusiones de verdad y acaban marchitando el espíritu que sopla donde quiere, cuando quiere y como quiere. Y eso convoca al fuego del espíritu, que cada cierto tiempo quema tu casa y ahora, sí, puedes ver el cielo, tras los escombros de tu efímero tejado.

Es ahondar primero con esa razón que llega hasta un punto de la verdad, separando lo que es real de lo que es irreal, para en una especie de rendición, como en los koanes, reconocer que con la razón sola no alcanzaremos más que una relativa verdad, que por supuesto sirve para andar por la casa nuestra de cada día, con capacidad crítica que nos permite salir de nuestros propios prejuicios, pero sabiendo  que más allá de esta aproximación racional a la verdad, está la Verdad que acoge todas las verdades que parecen opuestas en un plano de la realidad y, a  veces, complementarias y que pululan en esta extraña logosfera.

Discernir en estos tiempos es cada vez más difícil, pues una horda de pensamientos sin fronteras usan la red para expandirse y multiplicarse, y muchas veces no es más que una cacofanía de voces que impiden escuchar el silencio, la matriz de donde emergen las palabras con sentido.

Ese ruido mental, en estos tiempos es atronador, pues todos opinamos de todo, la mayoría de las veces sin un conocimiento mínimo del arte del pensar, nos falta lógica, conocimiento de las ideas/principios con los que la realidad se articula, no sabemos de geometría, de matemática, música, danza, de un mínimo de sensibilidad cultivada en el horno de esas disciplinas básicas…

Nuestro raciocinio se ha debilitado con esos planes formativos que el estado inocula en vena para amansar el espíritu crítico de los que esta maquinaria solo ve como engranajes de su mecanismo de producción y consumo. Nuestra inteligencia se ha quedado sin estructura y aun así, en el fondo que somos -dicen que una pequeña manifestación de una divinidad que se contracta por amor-, hay algo de nosotros, que paradójicamente va más allá incluso de nosotros,  y que posee sus mismas cualidades para intelegir el mundo, para amarlo y cuidarlo.

Más allá de esa razón maltrecha, existe una supraracionalidad, que como agente independiente de todo el oleaje que el malpensar produce en la superficie de las aguas del existir, se mantiene fiel  sí mismo, sin mácula alguna, puro, indiferenciado de ese estallido de infinitas voces, pacífico, luminoso, luz para el mundo. Y allí, aunque nos cueste la vida es donde hay que regresar para callar los datos y trasmutarlos en conocimiento de uno mismo y del mundo.

Pero para volver a ese centro, para dejarse caer en lo que la razón cree es un abismo sin fondo es necesario el coraje. El valor de lo que en muchas tradiciones se llamó vencer al dragón que custodia la cueva de corazón. El coraje de sacar la espada de la desnudez, desnudarse de los ropajes con los que nos vestimos ante nosotros mismos, y ante los demás. Ante nosotros, con ropajes que se irguieron como un sistema de defensa, pues escondemos una herida cruenta, nacida el día que naciendo morimos a nuestra indiferenciación con lo divino, del que emergemos en un extraño sueño de olvido de nuestros orígenes y en el que  nos sentimos separados, ontológicamente separados.

Naciendo, además, muchas veces, a la intemperie de una madre quizá sin amor, o con un amor condicionado, o con la frialdad de un sistema médico sin amor, que nos separa aún más, nada más nacer, para medirnos, limpiarnos, separarnos del único referente que palpita aún, como eco del palpitar de lo divino, del que provenimos. Arrojados  a un sistema cultural sin amor, que nos categoriza sin piedad como válidos o inválidos para sus intereses de perpetuación.

La separación de Amor, que quiso tener una experiencia vital a través de nuestra diferenciación nos conmina a olvidar que duele ontológicamente y nos recubrimos la herida como podemos, intentando al menos no estar separados de esos otros yoes que aparecen en el umbral de mis sentidos, reclamando ser el mismo Yo que yo, y con los que hay que aprender a convivir, para como en la paradoja de los erizos de Schopenhauer no morir de frío, como los suecos en su megaindependencia afectiva, y no morir de heridas por las púas de nuestras diferencias, de nuestra otredad.

La búsqueda del equilibrio con el otro se convierte en un baile de máscaras, hasta que logramos sentir que el que baila, el baile mismo, la música que anima el baile, el otro que tengo entre mis brazos, las máscaras que cada uno simula ser, los dos que están tras las máscaras deseando ser ellos mismos en un baile con la vida, son todo Dios mismo danzando consigo mismo en una infinitud de posibilidades que no podemos medir con los parámetros de lo humano, de lo divino contractado. Lo finito no puede abrazar a lo infinito que es, salvo muriendo a su identidad de finitud, tarea nada fácil y por la que hay que dar la vida.

Y si morimos a esa pobre idea que tenemos de nosotros mismos quizá abrazamos esta danza imprevisible, que hoy se escenifica en la fría habitación de un moribundo y mañana entre las dulces sábanas de los privilegiados de occidente y pasado en las áridas tierras de los saharauis, o en la franja de Gaza, o en el infierno de Siria o en una supernova que estalla.

Y quizá a fuerza de morir en el contraste , en la dualidad manifestada que disgrega, separa, escinde y hiere entendamos que incluso las guerras que asolan los territorios de esta dulce y temible Gaia, que navega con el cuerpo abierto  para recreo, sustento y tumba de todos los seres, son lo único que puede ser en una danza divina que crea y destruye mundos en un abrir y cerrar de ojos, que nace en niños y muere en viejos, que nace en niños y muere en los brazos de una juventud a medias, que emerge como volcán enfurecido y asola una isla de seres entera. Una danza temible de opuestos, que si te pilla en medio sucumbes, si lo integra trasciendes, pero que no te exime de bailar cada paso como si fuera tuyo sin ser tuyo. Desnudarse del ropaje de que nada es como mi pequeña herida quisiera que fuera, y atreverme mirar a los ojos del Único que mira.

Pero mientras no te entregas a eso que es el fondo mismo de la realidad en la que somos, nos movemos y existimos, vivimos en un cortejo de apariencias para sobrevivir a las dinámicas, a veces bastante crueles de la comunidad a la que pertenecemos y a la que no nos podemos permitir renunciar del todo, pues somos seres interdependenientes, en los que las relaciones y la superación de las pruebas que siempre supone el convivir nos ensanchan la inteligencia, nos adaptan.

Lo relacional nos amplia, pero si tenemos en cuenta otra verdad, complementaria, la de que uno no debe ser esclavo de su ego, (en el sentido de esa parte, que sumida en la ignorancia de que somos un ser Solar, capaz de luz y amor actúa, piensa y dice en el mundo desde su sombra, o su visión distorsionada), ni esclavo del ego de los demás. Mantener la equidistancia justa entre ese someter la diferencia que somos para no astillar con nuestros ángulos la mediocridad de un vecino que no busca la excelencia, pues quizá su capital cultural hirió hasta la médula su capacidad de trascender los raíles que el destino le dibujo por paisajes anodinos, con permitir a nuestras alas de altura sortear las redes de “sé como nosotros”, “no te destaques por encima del promedio, que ver el vuelo de tus alas me duele en mi tibieza, y no quiero que tu pirueta sobre ti mismo me recuerde que yo no estoy multiplicando mis talentos, sino enterrándolos en vida, pues la vida pesa, pesa, pesa y me hace ser uno con el aspecto tamásico de la realidad.”

Mantener el equilibrio entre ser la mano amiga que ama al desamparado, incluso al enemigo, como enseñaba Jesús, y la libertad de sacar el látigo y fustigar la propia mentira, el propio autoengaño, y el engaño de una sociedad pérfida que escoge el camino fácil de la disolución de los principios que construyen su más alta dimensión, su ser real, y que seduce inmisericorde desde la maestría del engaño publicitario, con todos sus medios de comunicación de masas vociferando mentiras, obligando desde el condicionamiento calculado  a caminar al mundo por un hedonismo vacío, que lo destruye como un cáncer que perdió el rumbo de la armonía.

Buscar en cada instante, en cada prueba, ese quicio exacto, ese fiel de balanza, ese istmo que une, capaz de integrar el cielo que somos, como la aspiración a la justicia de la Verdad de las cosas, y esa tierra que también somos, que se desparrama como la luz dorada del atardecer en el verano y nos solivianta la piel exacerbada de sentidos, sin olvidar, mientras la tierra acoge nuestros deseos de ser en el mundo una vivencia de Dios que camina oliendo el perfume de las flores, que estas son tan efímeras como para no plantar la casa en sus cimientos de impermanencia, pero no por ello rechazarlas, en el estallido de su divinidad que exhala en su belleza, la fuerza oculta de sus raíces.

Mantener la peregrinación alegre por este tiempo lineal, que nos ha sido concedido, en un espacio que es finito, sí,  pero suficientemente amplio, como para comprender que cada paso se puede tornar el centro mismo de esa inmensa espaciosidad terrenal y estelar, que se convierte entonces en la circunferencia sagrada que nos contornea de límites infinitos y cada instante ser el umbral por el que la conciencia se adentre a descubrir que somos un tiempo sin tiempo en lo profundo, una anchura temporal que nos permite contemplar sin fronteras un no se qué que somos, que palpita creando nuestro mirar, un caminar de héroes, que caminan como gráciles bailarinas en el filo mismo de esta extraña navaja existencial, que corta y duele, sí, que corta y separa, sí, que disecciona el mundo de la dualidad, de la manifestación, de la a veces hiriente multiplicidad donde lo grotesco, lo feo, lo terrible también tiene su espacio de ser, conviviendo con lo bello, lo bondadoso, lo verdadero.

Toda esa infinitud de posibilidades desde la mirada atenta de un Dios que se hizo carne, mundo, en el que contemplarse lleno de Verdad y Belleza… eso sí contractada, hasta que la vasija de la carne estalle, y muramos naciendo al vacío pleno del que todo emerge, si Dios quiere.

Morir mientras tanto, morir antes de morir, renunciar a nuestros ropajes como si fueran nuestra auténtica piel desnuda, morir  a cada letra que asfisie la verdad que se tiende en cada instante. Renovarse como esta bendita primavera y exhalar el perfume de lo verdaderamente humano, imagen y semejanza de lo divino.

Beatriz Calvo Villoria