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El gato Alegre

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El Nacimiento

Soy un gato.

Mi madre Serpentina y mi padre Alestre me tuvieron un cálido día de primavera, en el cobertizo donde una mullidita cesta cubierta de esponjosa hierba sirvió de improvisado nido. Junto a mí, vinieron al mundo mis cinco hermanos Samira, Sephis, Sirkán, Sócrates y Susa, tres machos y dos hembras. Yo fui el único que recibió un nombre con la inicial de mi padre, la A, y así me llamaron desde entonces Alegre. Este nombre sería premonitorio de lo que iba a ser mi vida, no tanto por lo que se refiere a mi carácter, que nunca tuvo nada de alegre, sino porque expresaba sin ambages la singularidad de mi existencia. De esta manera crecí sabiéndome diferente a los demás, como si mi destino de solitario ya se hubiera fraguado incluso antes de mi propio nacimiento, en la imaginación de mis padres.

Cuando siempre has escuchado que eres un gato y vives rodeado de gatos, tu tarea más importante consiste en convertirte en un buen gato. Muy pronto te descubres poniendo todo tu empeño en conseguir que tu forma de comportarte e incluso, todavía mejor, de pensar, no se diferencie en nada de la del resto de tus semejantes. Sólo entonces parece invadirte una sensación de seguridad, al saberte apreciado y respetado, como si algo dentro de ti quisiera estar bien apoyado en alguna parte.

Con los comportamientos nunca tuve muchos problemas, porque siempre he sido un gato de temperamento dócil y tranquilo, con una gran capacidad para adaptarme a las circunstancias. Pero, ¡ay con el pensamiento! Ahí pronto comenzaron a aparecer cosas imprevistas de las que nada ni nadie me había nunca hablado, pero que para mí empezaron a convertirse en claros indicadores de mi camino.

Aún recuerdo con claridad, como adormecido junto a mi madre, veía a mis hermanos erguirse torpemente sobre sus cuatro patas para deslizarse en precarias carreras alrededor de nuestro nido. Entonces acudía a mi mente aquel impulso en forma de pensamiento y que, aunque por entonces era nuevo, acabaría por convertirse en una arraigada costumbre:

-“¿A qué esperas Alegre? Haz como ellos. Tú también debes caminar sobre tus cuatro patas”.

E inmediatamente me veía correteando junto a ellos, pero sin convicción, con esa sensación de extrañeza que me era más familiar que mi propio rabo.

Todavía tuve más problemas cuando comenzamos a maullar. Mi hermano Sirkán fue el primero que pronunció un rotundo “miau”, que llenó a mis padres de entusiasmo. Después le siguieron Sephis y Susa, que improvisaron un armonioso dúo. Samira fue la última en maullar, pero cuando comenzó, no había quien la hiciese callar, hasta por las noches tuvimos que acostumbrarnos a oír sus estridentes maullidos. Mis padres, por entonces, ya parecían haberse resignado a tener un hijo un poco diferente y por ese motivo no hicieron ningún comentario cuando pasaban los días e incluso las semanas y no escuchaban ningún sonido de mi boca. De nuevo aquel pensamiento:

-“¿A qué esperas Alegre? Haz como ellos. Tú también debes maullar.”

Y maullé. Pero veía como algo dentro de mí quería expresarse y no cabía en un maullido. Intenté contarle esta sensación a mi hermano Sócrates, con el que me sentía más cercano, pero me miró con cara de extrañeza, como si no entendiese nada en absoluto de lo que quería decirle, de manera que desistí definitivamente de comunicar a nadie aquellas experiencias, pensando que quizá padeciese una extraña enfermedad de la que algún día me curaría.

 

Diferente a los demás

Así podría seguir contando como los problemas se iban sucediendo unos a otros y se fueron convirtiendo en parte consustancial de mi vida. Por ejemplo, con la comida. Toda mi familia solía reunirse a mediodía para comer. Casi todos los días mi padre conseguía una sardina para cada uno de nosotros y mis hermanos celebraban con entusiasmo la ocasión, abalanzándose con ímpetu para devorarla. En cambio yo, cuando veía la sardina sanguinolenta y con todas las tripas fuera, sentía una tremenda náusea y siempre debía inventar una excusa para no tener que comerla: “me duele la tripa”, “no tengo apetito”, “ya he comido”. Muerto de hambre, corría hasta donde mi amiga, la gallina Fina, que siempre me guardaba un buen puñado de maíz con el que conseguía saciarme. Esta era la única ocasión en que aunque oyese aquella conocida frase:

-“¿A qué esperas Alegre? Haz como ellos. Tú también debes comer pescado”, la espantaba como si de una molesta y zumbona mosca se tratase.

También recuerdo los juegos absurdos persiguiendo una lata vacía en los que conseguía participar muy a duras penas, las escapadas para cazar ratones en las que yo siempre me hacía el despistado o me escondía para no ser visto, o las manifestaciones de pavor que les producía a mis hermanos la aparición de la perra Minerva, que era de lo más buenaza y que acabó convirtiéndose en mi mejor amiga.

Y siempre como un pertinaz estribillo:

-“¿A qué esperas Alegre? Haz como ellos. Tú también debes jugar con la lata, perseguir ratones, temer a los perros…”

 

La llamada interna

Creo que fue por aquella época cuando apareció por primera vez un curioso fenómeno en mi mente. Al principio creí que había sido un sueño, después pensé que lo había imaginado, traté de no darle ninguna importancia, pero comprobé que de nuevo en forma de pensamiento aquello surgía una y otra vez de un lugar extraño dentro de mí, un lugar desconocido pero muy contundente y que iba ganando terreno, como tomando una misteriosa forma. Más que un pensamiento era una pregunta, una duda inconfesable de la que yo mismo tarde en darme cuenta de su alcance.“¿Quién soy yo? ¿Y si realmente no soy un gato?” , oía preguntar a una voz dentro de mí que no era yo mismo. Después la pregunta se quedaba repiqueteando en mi cabeza y por unos instantes sentía un vértigo muy difícil de describir, mi atención quedaba suspendida, como atraída hacia el lugar desde dónde surgía, y aunque siempre aparecía espontáneamente y ajena a mi voluntad, poco a poco me fui aficionando a ella y empecé a buscarla deliberadamente, no para encontrar una respuesta que sabía que nunca llegaba, sino para asomarme por un instante a ese abismo que era capaz de abrir en mi interior, un abismo que no tenía nada que pudiera ser contado ni descrito, pero que me fascinaba más que cualquier otra cosa en el mundo.

Mi ánimo fue decayendo día a día y una profunda melancolía iba invadiendo mi corazón. Empecé a adelgazar, dormía mal por las noches y pasaba las horas con la mirada perdida, totalmente ausente. Mis padres empezaron a estar preocupados y decidieron mandarme unos días de vacaciones a Marea, un pequeño pueblecito en la costa donde vivían mis abuelos.

Allí me recibieron una tarde del mes de julio y me condujeron a la que iba a ser mi casa durante las próximas semanas, sin saber todavía yo mismo que aquel viaje cambiaría mi destino.

 

Comienza un gran viaje

El encontrarme de pronto en un lugar extraño, resultó un estímulo sorprendente que reavivó mi vitalidad y transformó la apatía característica de los últimos meses, en una efervescente energía que me impulsaba a asomarme a todo aquello que me rodeaba, lleno de curiosidad. Disfrutaba investigando todos los rincones de la nueva casa donde encontré todo tipo de objetos que me sirvieron de improvisados juguetes, disfrutaba corriendo por el jardín intentando cazar moscas, disfrutaba revolcándome entre la hierba recién segada, disfrutaba recibiendo la caricia de los rayos del sol mientras dormía pequeñas siestas al borde de un estanque lleno de peces de colores. Pero lo que me resultó especialmente agradable, fue dar largos paseos por la orilla del mar al caer la tarde. Mi abuela estaba horrorizada porque decía que no había conocido ningún gato a lo largo de toda su vida, al que le gustase acercarse al agua y aún mucho menos al agua del mar, que se movía de forma imprevisible y peligrosa. De todas formas, como mi madre ya le había informado de mis comportamientos poco comunes, mi abuela abandonó pronto sus protestas y me permitía resignada que cada tarde me fuese hasta la playa y regresara, ya cuando era de noche, con mis patitas llenas de arena.

Traté de explicarle a mi abuela que había descubierto que el mar no se movía caprichosamente, como ella siempre me advertía, sino que tenía un ritmo y que observándolo había llegado a ser capaz de prever su comportamiento. Pensé que saber esto iba a ser de gran ayuda para ella porque así dejaría de tener miedo al agua. Pero grande fue mi sorpresa, cuando mi abuela ni siquiera prestó atención a mis palabras y me espetó un contundente:

-¡Déjame, Alegre! No estoy hoy para tonterías.

Cerca del mar conocí animales que no había visto nunca, algunos de formas muy extrañas, sin cabeza, ni patas, escondidos dentro de una casita de la que nunca salían. Hablar con ellos resultó muy divertido porque había que seguir el ritmo de las olas. Cuando una ola llegaba con fuerza hasta mis patitas y veía escondida entre la espuma una almeja, tenía el tiempo justo para decirle mi nombre y un breve saludo antes de que surgiera esa otra fuerza que venía de la tierra y que se empeñaba con tozudez en llevarle la contraria, arrastrando de nuevo hacia dentro todo lo que la ola con esfuerzo había llevado hasta la orilla. De esta manera mi forma de hablar se volvió más armoniosa y descubrí lo que era la poesía.

También me llenaron de asombro los pájaros que revoloteaban en la playa y que eran capaces de caminar sobre la arena, de volar junto al cielo y de nadar entre las olas.

-¡Me gustaría ser uno de ellos!, -pensaba lleno de admiración. Si fuera un pájaro de esos seguro que sería feliz.

 

La Amistad

De entre toda la bandada que invadía la playa al caer la tarde, me fijé en uno de ellos que siempre permanecía al margen, mirando hacia un lugar indefinido dentro del mar. Parecía moverse a otro ritmo y estar siempre descolgado del grupo. Un día me acerqué hasta él y le dije:

-¡Hola, pajarito! ¿Quién eres y por qué siempre estás solo?

-No lo sé, -me contestó apesadumbrado. He nacido entre gaviotas y vivo rodeado de gaviotas, mi cuerpo es el de una gaviota pero a pesar de eso, no sé quién soy.

Cuando escuché estas palabras mi corazón dio un vuelco, porque era como si yo mismo las hubiese dicho. Sorprendentemente y a pesar de haber comprendido muy bien lo que el pájaro quería decirme, contesté como alguien me hubiera contestado a mí si yo hubiera dicho esas palabras.

-¡Pero, cómo no vas a saber quién eres!, ¡tendrás un nombre!

-¡Claro que tengo un nombre! Todas las cosas tienen nombre. Me llamo Humis. Pero eso no soluciona el problema. También podría llamarme Morisco, Plateado, Ojo del Viento, Poderoso o Hadi, y seguiría siendo el mismo. Si cambiando mi nombre sigo siendo el mismo quiere decir que yo no soy ese nombre y me es tan ajeno como cualquier otro.

De nuevo el corazón me golpeó en el pecho y sentí algo que nunca antes había sentido, ¡las palabras de aquel pájaro expresaban mis propias dudas! Una sensación de felicidad me iba invadiendo lentamente, pero mis habituales resortes mentales seguían funcionando, sin poder aún creerse lo que oían, y todavía le dije:

-Bueno, acepto que el nombre no es esencial pero al menos sabes que eres una gaviota.

-Mi cuerpo es el de una gaviota, pero también podría ser el de una tortuga, el de una ballena, o el de una foca, pero yo seguiría siendo el mismo. Si cambiando de cuerpo sigo siendo el mismo, quiere decir que yo no soy este cuerpo y me es tan ajeno como cualquier otro, -me respondió la gaviota a la que yo a estas alturas ya había dejado de ver como una gaviota.

Ahora ya no me cabía ninguna duda ni reticencia de que aquella gaviota y yo éramos el mismo. De esta forma descubrí lo que era la verdadera amistad, y las conversaciones que desde entonces tuve con Humis y los ratos que pasamos juntos, se convirtieron en lo más importante que me había pasado en mi vida.

 

La Búsqueda

Humis me habló de un pez fabuloso que habitaba en lo profundo del mar y que, según había oído relatar a una caracola, tenía la respuesta a todas las preguntas. No existía misterio que no pudiera explicar, ni duda que no pudiera resolver.

-¡Qué rabia, un pez!, -exclamé desilusionado. Nunca podré llegar hasta él. Aunque debería tener miedo al agua, la verdad es que no lo tengo, pero aprender a nadar es algo muy distinto y creo que no es posible para un gato y mucho menos aprender a bucear.

Pero Humis me tranquilizó enseguida, diciéndome que no somos nosotros los que tenemos que ir a donde está Zahur, que así se llamaba el pez, sino que es él el que viene a donde estamos nosotros. Su naturaleza acuática se transforma según sus palabras y quien las escucha. Así, siempre inesperadamente, se aparece a quién tiene la paciencia y el interés suficiente para esperarlo y le responde a sus preguntas. Si quien lo busca es una serpiente, Zahur se transforma en veneno, si quien lo busca es un lobo, Zahur se transforma en su presa, si quien lo busca es un pez, Zahur se transforma en agua, si quien lo busca es un pájaro, Zahur se transforma en aire, si quien lo busca es el agua, Zahur se transforma en humedad, si quien lo busca es el aire, Zahur se transforma en aliento. Incluso, me contó Humis, que quien busca a Zahur con la suficiente fuerza y seriedad, sea cual sea su naturaleza, Zahur acaba por transformarse en él mismo.

Cuando Humis y yo hablábamos de Zahur nos sentíamos tan entusiasmados, que acabamos por tomar la decisión de que juntos iríamos a buscarle para hacerle aquella pregunta que tanto nos acuciaba.

Yo pensé que tal vez iba a ser un problema para Zahur saber en qué forma debería aparecerse ante nosotros, porque yo era un ser de tierra y en cambio Humis era un ser sobre todo de aire y de agua, aunque a veces caminase por la arena. Pero Humis me dijo que Zahur nunca tiene problemas y sabe siempre qué es lo que hay que hacer y cómo hay que hacerlo. Eso me tranquilizó y me llenó de ánimo para emprender el camino.

Pero buscar a Zahur resultaba más complicado de lo que parecía. Si no debíamos ni podíamos ir al fondo del mar a buscarlo, entonces ¿hacia dónde íbamos? Cuando le hice esta pregunta a Humis, por primera vez vi como mi amigo no sabía qué responderme y me miraba con ojos perplejos.

-Caminemos sin rumbo fijo, seguro que cuando veamos a Zahur lo reconoceremos, -me dijo finalmente Humis mientras comenzaba a revolotear alrededor de mí.

No podíamos alejarnos mucho de la playa porque al oscurecerse debíamos cada día regresar a nuestra casa, Humis con su bandada a dormir sobre la arena y yo con mis abuelos que siempre me esperaban para cenar. Y cada mañana, justo cuando el sol se elevaba por encima del mar, Humis y yo nos encontrábamos en la playa y con el corazón rebosante nos enfrascábamos en la búsqueda. Así pude darme cuenta que no sólo el mar tenía un ritmo, sino también el sol, que cada día aparecía un poquito más tarde. Humis y yo jugábamos a adivinar en qué momento exacto iba a lanzar su primer rayo sobre la superficie del mar, y casi siempre ganaba yo. Al fin y al cabo, aunque a Humis le costara reconocerlo, el sol, el mar y yo éramos poetas.

Una mañana de finales del verano en la que el cielo se iba llenando de nubes, como amenazando tormenta, mi amigo y yo decidimos adentrarnos hacia un monte que habíamos visto dibujado en la lejanía. Empezábamos a estar cansados de no encontrar nada y a veces incluso nos invadía el desánimo. Menos mal que cuando era yo el que se mostraba cansado, Humis me animaba tomando la iniciativa y cuando era Humis el que parecía rendirse, entonces yo corría decidido como si supiese muy bien el camino.

Cuando llegamos al monte, descubrimos un nuevo tipo de vegetación y allí el sol aparecía despejado. Comenzamos a rebuscar debajo de las piedras y de las matas, incluso excavamos algún hoyo, pensando que Zahur debería estar bien oculto tras un objeto contundente y por eso no podíamos verlo. Tan absortos estábamos, que no oímos acercarse a una liebre que nos observaba con curiosidad, seguro que desde hacia un rato, y que nos preguntó, guardando las oportunas distancias:

-¿Se puede saber qué estáis buscando debajo de las piedras y entre las flores? Tal vez si me lo decís yo pueda ayudaros, conozco este monte mejor que mis orejas.

-Si te decimos a quién buscamos no sabrías respondernos porque a Zahur sólo lo conocen los elegidos y tú eres una liebre común, -le contestó Humis con cierto orgullo.

-Así que es eso, me estabais buscando, -le respondió la liebre a mi amigo cuyos ojos parecían iban a salírsele de las órbitas.

Tan atónito estaba Humis, que tuve que ser yo el que continuó hablando con la liebre.

-¿Tú eres Zahur?, -le pregunté lleno de incredulidad. Si es así como dices, demuéstranoslo haciendo cosas asombrosas como es propio de él.

La liebre correteó a gran velocidad por entre los arbustos, llegó hasta su madriguera donde amamantó con tranquilidad a sus crías, apartó algunos hierbajos que se habían colado en el nido y que dañaban a una de las liebrecillas, y cuando hubo acabado salió de nuevo corriendo y se detuvo en una mata de intenso color verde a la que empezó a mordisquear con deleite. Después se acercó de nuevo hacia donde nosotros la esperábamos y nos sonrió moviendo vertiginosamente sus bigotes.

Humis y yo estábamos en parte sorprendidos, en parte asombrados y en parte enojados, de manera que toda esa mezcla nos impedía articular palabra. Por eso fue la liebre la que nos dijo:

-He hecho ante vosotros lo más asombroso que nadie puede haceros, espero que ahora os hayáis dado cuenta de que soy Zahur.

-¿Cómo asombroso?, -le respondió Humis con tono enojado. Te has comportado como cualquier liebre. Creo que nos estás tomando por tontos y estamos empezando a estar muy enfadados.

-Efectivamente, me he comportado según mi naturaleza. No hay nada más extraordinario que comportarse de forma oportuna y adecuada en cada momento y ser capaz de hacerlo sin dudarlo y sin que nadie haya tenido que enseñármelo nunca.

-Está bien, pero si eres Zahur deberías contestarnos a una pregunta que es la que queríamos hacerte y por la que estábamos buscándote, -le dije sin mucha convicción a aquella extraña criatura.

-Adelante, ¿qué pregunta es esa?, -preguntó la liebre.

-Mi amigo y yo siempre nos hemos preguntado: “en realidad, ¿quién soy yo?”

-Esa es una gran pregunta pero yo no puedo responderos. La única respuesta está guardada en vuestro interior. Ahora continuad vuestro camino y sabed que no dejaré de buscaros.

Y diciendo esto, la liebre desapareció con la misma rapidez y sigilo con el que había aparecido.

Humis y yo nos miramos sorprendidos y no hicimos ningún comentario, hasta el punto de que permanecimos callados el resto del día y deambulamos por todas partes como sonámbulos. Nos despedimos al caer la tarde, también en silencio y creo que esa noche ambos soñamos con una liebre o con un pez.

Con el paso de los días, nos fuimos convenciendo de que aquella liebre, al vernos buscar, decidió tomarnos el pelo y todo cuanto nos dijo no era sino una solemne estupidez.

 

El Desencanto y la Rendición

Se acercaba el otoño y por tanto el día en que debía regresar a mi casa, junto a mis padres y hermanos, y como nada encontrábamos, Humis empezó a estar muy desanimado e incluso hubo alguna mañana en la que llegó tarde a nuestra cita. Traté de animarle, diciéndole que si Zahur era un pez, habíamos sido tontos al pretender encontrarlo en un monte y que dónde debíamos buscarlo era en el mar.

A partir de ese momento, pasábamos el día en la playa o subidos entre las rocas del acantilado mirando sin cesar al mar, que se iba mostrando más embravecido según el viento iba siendo cada vez más fuerte. Tanto y tan intensamente lo miramos, que nos dimos cuenta de que emitía un extraño murmullo que parecía querer decir algo. Aguzamos el oído y entre la brisa marina nos llegaban suspendidas unas palabras:

-Soy Zahur, soy Zahur, soy Zahur.

-¿Cómo vas a ser Zahur si eres el mar, tienes el mismo color de siempre y te mueves de la misma forma que siempre?, -me atreví a objetarle.

-Soy vacío, quietud y silencio y aún sabiéndolo me muestro así para vuestros ojos que desean ver, -me respondió casi ininteligiblemente el mar.

Esta vez sentí como aquellas palabras calaban en un lugar muy profundo dentro de mí y veía brotar una confianza nueva. Por eso le pregunté:

-Entonces respóndeme, ¿quién soy yo?

El mar continuaba meciendo incansable sus olas y su sonido impregnaba el aire. Nada cambió en él cuando respondió:

– Esa es una gran pregunta pero yo no puedo responderte. La única respuesta está guardada en tu interior. Ahora continúa tu camino y debes saber que no dejaré de buscarte.

Después de aquel encuentro, se precipitó el día en que tenía que regresar a casa e inevitablemente llegó el momento de despedirme de Humis, que debía permanecer entre los suyos. Era muy extraño porque Humis era mi mejor amigo y pensé que separarme de él me iba a ser tremendamente doloroso, pero algo había cambiado dentro de mí, una nueva forma de ver las cosas me hacía darme cuenta que Humis y yo nunca estaríamos separados. Como ocurrió desde el primer día que nos conocimos, nuestros pensamientos y nuestros sentimientos eran tan idénticos que mientras yo pensaba esto, él me dijo:

-Mi querido amigo Alegre, tal vez yo sea Zahur, y pueda transformarme en uno de tus hermanos, o en la hierba de tu jardín, o en el ritmo de tu corazón, o en el aire que respiras, así nunca tendremos que separarnos.

Y dicho esto, vi como emprendía el vuelo y se perdía en la lejanía.

Cuando llegué a casa, mis padres y mis hermanos me recibieron con alegría y se sorprendieron de mi buen aspecto. Mi madre me dijo que casi no podía reconocerme y que mi cara por fin se mostraba de acuerdo con mi nombre.

 

El Despertar

Parecía que había llegado al mismo sitio de siempre, a un sitio guardado en mi memoria, pero no era así. Caminaba a cuatro patas, maullaba, jugaba con mis hermanos, perseguía ratones, eso sí, nunca para hacerles daño, huía de los perros y me comportaba con sencillez según mi naturaleza. Y sentía que no había nada más extraordinario que comportarme de aquella forma oportuna y adecuada en cada momento, y ser capaz de hacerlo sin dudarlo y sin que nadie hubiera tenido que enseñármelo nunca. Eso sí, jamás pude probar el pescado, ni le tuve miedo al agua, ni dejé de recitar cada día poesías, que como las olas del mar, refrescaban con su ritmo el alma de todos los animales y criaturas vivientes.

Pero lo más asombroso de todo, era que mis oídos adquirieron la extraña habilidad de escuchar las cosas, antes incluso de verlas y sin necesidad de que emitiesen ningún sonido ni palabra. Y lo que escuchaba, en los maullidos de mis hermanos, en los ladridos de Minerva, en el despreocupado picotear de Fina, en las carreras vertiginosas de los ratones, en la hierba de mi jardín y en el aire que respiraba, era:

-Soy Zahur, soy Zahur, soy Zahur.

Llegó a ser tan intensa esta percepción, que hasta llegué a oír decir a mi corazón:

-Soy Zahur.

Cuando me di cuenta que esta voz venía de dentro, inmediatamente le pregunté:

-¿Quién soy yo?

Escuché un abismo, un vacío, un gran silencio.

Pero a pesar de todo sigo siendo el gato Alegre, para aquellos ojos que deseen verlo.

 

Marisa Pérez