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El jardinero del jardín feliz

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La flor de loto 

            Llegamos ante la presencia del maestro pero curiosamente no es para conocerle, sino para conocernos a nosotros mismos. Su mente es tan transparente y su mirada se encuentra en un lugar tan profundo, que se crea un espacio diáfano y sin límites donde vemos reflejado nítidamente nuestro propio ser, fundido en el suyo. Es tanta la emoción que este descubrimiento provoca, que hay una parte de nosotros mismos que proyecta en su figura humana la verdad descubierta. Y el corazón desde el que surge el sonido de esta emoción, crea un vínculo en forma de potente surco en la memoria y situando la vivencia, que en realidad ocurre en el instante, en el imparable transcurrir del tiempo, tiende inevitablemente a su repetición. Una y otra vez nos acercamos a él, empujados por nuestro anhelo de verdad, que sabe la necesidad de este trabajo, que despejará las nubes de nuestro cielo mental y permitirá así alumbrar la luz directamente, sin más sombras ni más reflejos.

                Pero en realidad, cuando descubrimos al maestro no recibimos su enseñanza de poco en poco, sino que se encuentra escondida, indivisa como la verdad que expresa, entre los pétalos de una flor de loto que amorosamente nos desvela en el centro de nuestro ser. Si el discípulo abre su mente y su corazón y al reconocerla, con total entrega y amor la acoge, sólo habrá de esperar que el tiempo, con sus espejismos, permita que uno a uno se abran sus mil pétalos, en cada uno de los cuales aparecerá un instante de comprensión luminosa.

                Así, cada pétalo al abrirse irá llenando la vida de un perfume muy intenso y hará vibrar al corazón con un sonido nuevo. Y en el fondo, en el centro de la flor, quedará al descubierto el estambre imponente, pleno de dorado polen. Su levedad le permitirá ser arrastrado por la suave brisa de la montaña silenciosa y llegar a todos los lugares y a todos los tiempos, para fertilizar los campos inmensos de la mente, que habrá de descubrir la Verdad, ahora y siempre.

 

El jardinero del jardín feliz no conoce las flores y su jardín esconde el secreto de su inexplicable nombre. Ha heredado de su familia unos ojos pequeños y escondidos, un cuerpo desgarbado y seco, y una amplia extensión de terreno pedregoso y gris delimitado por una verja de hierro herrumbroso que se cierra en un imponente portón, donde todavía pueden leerse, medio borradas por el transcurrir del tiempo, unas letras de color indefinido que dicen:

“JARDÍN FELIZ”

Acceso a la Avenida de los Álamos Dichosos

No hay nada en el jardín feliz que pueda darnos un indicio de por qué recibió ese nombre. Praderas extensas sin una brizna de hierba, estanques secos sin peces ni reflejos, explanadas vacías donde ni se intuye la posibilidad de un árbol, sendas pedregosas que sólo conservan a sus lados algunos bancos de madera desvencijada, que expresan con su inútil presencia la imposible contemplación de tan desoladora perspectiva.

En la larga tradición de jardineros de la familia, ninguno tuvo la fuerza suficiente para permanecer allí y todos los jardineros, uno por uno, fueron abandonando el jardín porque, como siempre decían para justificarse, era el jardín el que les había abandonado a ellos. Y una vez que se marchaban del lugar, nada más se volvía a saber de ellos, pero en sus corazones quedaba grabada la huella de su huida y su vida se convertía en un deambular sin sentido. Y cada nuevo jardinero que venía al mundo, acababa inevitablemente encontrando su destino en la puerta oxidada de aquel jardín del que no podía evadirse.

El jardinero del jardín feliz sabe que este jardín no es suyo y que tampoco es suya la aridez y la tristeza que lo impregnan y lo sabe porque en su corazón hay fragancias escondidas que le hacen añorar las flores y colores tan vivos que los puede ver con nitidez diáfana, como si estuviesen frente a él. Y la evidencia de que no es suyo no le hace abandonarlo, sino muy al contrario y aún sin saberlo él mismo, ha tomado la secreta decisión de no alejarse de aquel terreno que a pesar de su aspecto, no le impide sentir su corazón lleno de esperanza cuando cada amanecer se sitúa en la puerta de

entrada y lee detenidamente su nombre, como si paladeara cada letra, y ve como su imaginación vuela hacia un lugar desconocido. Sueña con rosas y jazmines, sueña con el canturreo chispeante de una fuente azul, sueña con los rizos que en el aire dibujase una bandada de gorriones, pero lo que más le infla de emoción es cuando se ve caminando majestuoso por la Avenida de los álamos dichosos e imagina que le miran sonrientes, como si también sintieran en sus raíces la alegría del rítmico movimiento.

Una mañana cualquiera, mientras sus ojos recorrían una vez más y con insistencia la palabra “feliz”, como si poniendo mucha atención en ella pudiera acabar por producir un hechizo en su corazón, observó que la parte más baja del casi ilegible cartel se encontraba prácticamente cubierta por una espesa capa de lodo, y comenzó a frotarlo insistentemente con sus manos para intentar leer lo que pudiese poner debajo de ella. Frotó con tanto ahínco, rascó con tanta fuerza con las uñas, que sus manos comenzaron a agrietarse y abrirse en dolorosas heridas. Pero el jardinero no sentía nada y su mirada buscaba ansiosa donde poder encontrar algo con un sentido. Finalmente aparecieron unas letras que, protegidas como habían estado durante largo tiempo por el barro, aún conservaban un hermoso color rojo. Al jardinero le sorprendió tanto ese color, que nunca antes había visto, que durante unos instantes olvidó hasta descifrar su significado. Poco a poco la cálida tonalidad carmesí comenzó a hacerse inteligible para decir:

“Matías, el jardinero…”

Cuando el jardinero leyó aquella palabra, sencilla, con sus seis letras, la M, la A, la T, la I, la A, la S, como si fueran una sola, vio como salía disparada hacia su interior, como si tuviera una poderosa energía y le transportaba casi instantáneamente a un lugar donde no había estado nunca pero que le era extrañamente familiar. Una vez allí, Matías cogió un viejo rastrillo que yacía olvidado sobre un muro de piedra y comenzó a recoger con lentitud armoniosa las hojas secas que alfombraban el suelo con su suave tonalidad rojiza. Después regó las piedras y los matorrales resecos, cortó los tallos inexistentes, limpió las aguas vacías y se sentó sobre un banco roto para contemplar el final de su jornada.

¿Por qué sentía que ese lugar era nuevo si en realidad parecía el mismo? La misma desolación, la misma amargura, la misma inmovilidad del aire. Pero al ir a colocar el rastrillo en el lugar donde lo había cogido, vio que cerca del muro trepaba una espiga de vistosos y fragantes alhelíes encarnados. Y recordó que siempre habían estado

ahí, en este lugar desde donde surge el recuerdo de uno mismo. Por eso no sabe si la desnudez del muro es algo que soñó o que aún le ha de ocurrir. ¡Pero no!, no es posible que estas flores puedan llegar a desaparecer, pues su presencia es tan firme como la del muro sobre el que se apoyan.

Matías era un jardinero muy paciente y cuidaba su jardín con total dedicación. En cada estación prestaba los cuidados oportunos a la tierra árida y a los árboles invisibles. En otoño recogía las hojas secas que no sabía de donde caían, en invierno despejaba las sendas de la nieve helada para permitir pasear a los visitantes que nunca llegaban, en primavera era cuando más trabajo tenía porque se acostumbró a cultivar cada piedra con esmero y ternura y en verano metía sus pies en el estanque vacío y casi le parecía sentir el alegre chispear de su fuente. No había nada feliz, pero Matías se acercaba al final de cada día al muro donde la luminosidad rojiza de los alhelíes crecía sin descanso, emulando a la alegría. Aquella tarde al rozar levemente con sus dedos un pétalo de extremada delicadeza vio desplegarse ante él el bello espectáculo del atardecer. El sol era rojizo por eso le hablaba al alhelí, pero también era dorado y amarillo y eso Matías no sabía que quería decir. No había nada feliz ni tampoco nada amarillo en su jardín.

Un reflejo, que parecía haberse escapado del impresionante escenario del horizonte, se posaba con suavidad sobre la placa desgastada de la entrada del parque. Desde el día en que encontrara allí su nombre, Matías nunca había vuelto a fijarse en él y le sorprendió comprobar que las últimas lluvias caídas habían dejado al descubierto unas palabras que al contacto con la luz del crepúsculo parecían de oro. Se acercó para leerlas e incluso hubo de entornar levemente los ojos para no quedar deslumbrado por su brillo. Allí ponía:

“…cultiva aquí la Libertad…”

De nuevo aquella sensación de vértigo, de algo que fulminante le traspasaba de arriba a bajo, de fuera a dentro. Y la misma sensación de regresar a algún lugar en el recuerdo. Se veía, incluso se sentía más joven. La L larga y empinada como un árbol con la que se iniciaba esa mágica palabra, le hacía sentir sus raíces en la tierra y su mirada en el cielo, e incluso llegó a pensar que tal vez hubiera otro jardinero que le cultivaba a él.

El jardín era el mismo de siempre pero Matías investigaba con sus ojos en busca de algo diferente. Su corazón sabía que algo tenía que haber que impregnaba el aire de un nuevo perfume. Pero como no encontraba nada y en realidad no sabía que es lo que buscaba, continuó con su trabajo, recortando las hojas de los rododendros.

Llevaba ya un gran rato absorto en su tarea, cuando de pronto recordó que aquella noche había soñado que en su jardín no había rododendros. En la hermosa explanada circular donde se alineaban los pequeños arbolillos plagados de flores amarillas, en su sueño sólo había una extensión parda y vacía que exhalaba una profunda melancolía. El recuerdo de este sueño le hizo estremecerse y deseo con intensidad que nunca se cumpliera. ¡Es muy tranquilizador no saber que nos deparará el futuro!, o ¿es qué tal vez no hay futuro?

Matías tomó la costumbre de sentarse al declinar el día sobre un banco situado al final de una suave pendiente y desde el que podía observar el contorno de la verja de su jardín. No le gustaba verla desgastada y llena de herrín, por eso decidió aquella tarde que a la mañana siguiente la pintaría. Pero no sabía de qué color. O mejor dicho, sí sabía de qué color pero curiosamente no lo conocía. Era el color que siempre había tenido la valla y que él sólo debía recordar. Pero la memoria es caprichosa y a veces no quiere cedernos sus tesoros, a veces incluso los esconde como si jugara con nosotros, y lo que más le gusta esconder es precisamente lo que con más ahínco buscamos.

Por eso Matías hubo de echar mano una vez más de su infinita paciencia, y se acercaba a la verja cada día, y la miraba, y la miraba, y esperaba que se expresara por sí misma.

Entre todas las piedras que Matías cultivaba en su jardín había una a la que dedicaba especial atención. No sabía que era exactamente lo que veía en aquella piedra que no era más que un pedrusco amorfo y sin gracia. Pero Matías amaba la sencillez con la que yacía sobre la tierra, como si no deseara nada para sí, ni tan siquiera el regalo de una breve mirada. Y por eso Matías la miraba y la miraba, lo mismo que a la verja y parecía que también esperara de ella una enseñanza. Y así fue. Al mirar a la piedra Matías sintió una fuerza extraña en su interior y se dirigió de nuevo hacia el cartel donde parecían brotar palabras como flores y ¡eso qué nadie las cultivaba!

Esta vez Matías sólo tuvo que frotar con mucha suavidad una ligera capa de polvo que cubría una palabra de un color tan conocido que no podía recordar su nombre.

Decía:

“…y el Amor…”

La A, ¡qué letra tan hermosa! Bajo ella Matías parecía sentirse cobijado y protegido y le hizo verse como un niño. Y recordó aquella tarde en que pintó la valla de un brillante color verde. Era una pintura muy sólida y sabía que nunca llegaría a desprenderse, ni tan siquiera a deteriorarse. Era resistente al agua y al frío y permitía crecer sobre ella con soltura, una manta cálida de hiedra verde que parecía extenderse hasta rozar el inmenso ciprés que se alzaba en el lado norte. A Matías le encantaba merendar en la hermosa pradera que le rodeaba porque en verano allí hacía mucho fresco y en invierno el viento frío le hacía revivir.

Un día de finales de enero cuando el viento se hacía muy intenso, Matías observó debajo del ciprés la imperceptible presencia de una anémona azul. Sólo era una y parecía muy delicada. Matías se dedicó a cultivarla de forma esmerada pero sin esperar nada de ella. Sabía siempre que cantidad de agua debía echarle y cuando tenía que protegerla del viento. No dudaba en sus cuidados y después de aplicarlos la dejaba crecer libremente.

Llegó la primavera y el jardín se fue llenando de todo tipo de flores azules, albarraces y caléndulas, campanillas y crisantemos. Había tantas flores azules que Matías llegó a creer que en su jardín se había caído el cielo. Pero miraba arriba y también lo veía allí, siempre en su sitio y por eso sabía que todo estaba bien.

Con tanta exhuberancia y tanta armonía a su alrededor, sabía que tenía que haber una palabra con la misma cualidad, pero no se acordaba de ella. Se acercó al cartel de la entrada que, aún sin haberlo tocado, mostraba una nueva palabra, como si ella misma, libremente, se hubiera instalado allí. Su letra contenía dos pequeños estanques de agua muy azul y muchos peces de colores que parecían con sus movimientos escribir:

“…y la Belleza…”

Matías no podía concebir la vida sin el canturreo alegre de las aguas de los estanques del jardín. Sobre su reluciente superficie volaban insectos que reflejaban en sus alas el brillo del sol. De vez en cuando debía limpiar de ella sus cuerpos inertes, con los que la ensuciaban cuando les fallaba el vuelo. Y parecía que así recobraban la vida para jugar de nuevo a morir.

La paciencia de Matías daba siempre sus frutos, en los árboles y en su corazón. Los manzanos daban manzanas rojas y su corazón veía madurar cada vez más comprensión. Y no era que aprendiera nada nuevo, sino que sólo recordaba cuanto había olvidado, no porque la memoria se lo devolviera sino porque le dejaba llegar a un lugar que estaba mucho más allá de ella.

Matías es muy feliz en su jardín. Pasea entre los chopos aterciopelados, respira la fragancia multicolor de las flores, ve los pájaros surcar el aire mecido por la suave brisa del otoño y escucha la melodía incansable de una fuente.

Tan sólo hay un lugar en el que nunca ha estado dentro de su jardín. No sabe dónde está, no sabe como ir, pero sabe que en la última línea del cartel que pende en la entrada, aún queda una palabra que por mucho que lo ha intentado todavía no la puede leer. No sabe en qué idioma esta escrita, si la tiene que aprender o la tiene que recordar, pero lo que sí sabe y eso sin dudar, es que su paciencia es enorme, tan enorme como el jardín.

Desde el portón de la entrada sale una avenida ancha y frondosa que se bifurca en dos veredas divergentes, flanqueadas a cada lado por una hilera de álamos esplendorosos. Poco a poco se van distanciando los dos caminos hasta llegar cada uno a un extremo del jardín. Después de hacer este recorrido tantas veces que ha llegado a olvidar hasta su nombre, ha comprendido que la última palabra que el cartel esconde comienza por la V.

Y cuando ilusionado ha corrido hasta el portón para leerla, en su lugar el Gran Jardinero ha puesto con amor una bella flor de loto blanca de tantos pétalos que se diría que son mil.

Al soplar la brisa del norte se han abierto de repente y ha aparecido un estambre plagado de dorado polen. Es tan ligero que ha volado en todas direcciones y al jardinero del jardín feliz le ha hecho recordar que aún tiene hoy, como cada día, que regar.

 

Marisa Pérez