El pan bajo el brazo
No he podido dejar de retirar mi pluma para dar la bienvenida a este blog a una de las plumas más inspiradas por lo divino que conozco en estos días. Inspirada por un Dios que se ha hecho carne y templo de alegría alrededor de ella, con cuatro hijos cuyos nombres son estelas de nuestra historia.
Su experiencia de la dicha del Amor a Dios, en Dios y por Dios es un testimonio de agua fresca para tantas mujeres que viven en el temor de parir, de criar, de la abundancia que conlleva la familia extensa, en vez de en el amor que emerge de la confianza de que todos ellos vienen con un pan debajo de un brazo. Un pan de vida que es material y espiritual. Gracias amiga por tu testimonio.
De nuevo la vida se vuelve tan intensa que imposibilita la escritura. Tal vez por eso muchos de los grandes profetas y maestros nunca escribieron. Estaban tan en la vida que no les quedaba tiempo para parar.
Llevo días con un texto de interpretación de lo vivido en la punta de la lengua. Hoy me pongo el portabebés y subo a Moisés en él para colocar el ordenador encima de la chimenea y escribir de pie mientras danzo con las caderas. Moisés duerme plácido. Pegado al latido de mi corazón. Acompasándonos.
Los meses antes del parto fueron agotadores. Mi cuerpo soportaba a duras penas el trabajo en el instituto. Los encuentros sufíes una vez al mes me daban aire para respirar. Mi abuela Asun murió justo el domingo de Resurrección, cuando despertaba la primavera. Tuve poco tiempo para decirle adiós. Reconocí durante semanas su fortaleza en mí; repasé los recuerdos de mi infancia, las bellísimas tardes de aventura en la Emisora de Arganda, la acequia discurriendo, el almendro de su patio, los tomates y pimientos buenos, el columpio que construyó mi abuelo, esa escuela abandonada y fantasmagórica, la paella en la lumbre y los caracoles después de la lluvia. Soñé que buscaba una casa al lado de un manantial. Y me importaba más el manantial que la casa.
Sheij Omar nos dijo que las cosas que no resolvemos en vida se van resolviendo tras nuestra muerte gracias a las oraciones de nuestros seres queridos. Gracias a Dios despedimos a mi abuela rezando en familia; un cura depositó un rosario en su pecho; todos sus seres queridos juntos.
Luego me di de baja en el instituto, despedí a mis alumnos y de alguna manera empecé a parir. Eso fue el 9 de mayo. Me dediqué el mes siguiente a acompañar con Fátima a Omar y Abraham al cole, a recogerlos al final de la mañana esperando volver a ver su rostro, a preparar comida bendita, a prepararme para el nacimiento de Nuria o Moisés. A Omar le sentaron muy bien esas semanas, junto con la vuelta de su dulcísima profe después de meses de baja. Fátima le agarraba la mano a su hermano cuando Omar se marchaba a clase para entrar con él.
Después llegó el Ramadán. Lo recibí con ganas de ver nacer a mi hijo en un mes tan bendito y con nostalgia profunda de no poder ayunar. Sobre todo al atardecer, cuando los pájaros se asoman a la belleza del ocaso y lo acompañan cantando con ese amor que solo tiene quien está entregado ya antes de haber nacido.
Una mañana empecé a partirme en dos, las contracciones se hicieron más intensas, y nos marchamos rápido al hospital porque Nuria o Moisés ya llegaba. Fue un parto fácil y rápido, gracias a Dios. Moisés fue más pequeño de lo que esperaba. El amor volvió a inundarlo todo. La vida se volvió más animal y a la vez más espiritual de repente. Escuchábamos el “Marhaba Mawlana” en el paritorio. Era 4 de junio. Pentecostés y Ramadán. Alhamdulillah.
¿Y luego qué? En el hospital, un poco de descanso y muchas visitas de gente querida. En casa, los primeros días, emociones intensas y unos cuantos adioses. Falleció la madre de Juanjo, y mi querida Ruth, Saliha, que me ayudó a decirle adiós a Mumtás acompañándonos hace casi siete años, entró de repente en coma por fallo de su corazón trasplantado. Moisés llegaba y otros se iban. Durante una semana me ayudó mi pequeño a rezar por Ruth. La mantuvieron artificialmente con vida enganchada a un corazón eléctrico. La había visto por última vez justo cuando me enteré de que estaba embarazada de Moisés, y cuando el pequeño nació le envié una foto y ella respondió: Mardi, te quiero mucho. Eso fue lo último que me dijo. Fue su amor quien me despidió.
Los médicos tomaron la decisión de desconectarla y mi querida Ruth falleció en Ramadán, trayendo mucho amor a las personas que la queríamos, y rodeada de nuestras oraciones y de la bendición del maestro. Moisés tenía dos semanas.
Ahora acabamos la cuarentena y empiezo a comprender. Moisés es el cuarto, pero todo ha sido hasta ahora más fácil de lo que habría imaginado. Ahí está todo problema: en la imaginación. Si imaginas cómo saldrás adelante cada día con cuatro pequeñines. Cómo harás para cocinar, limpiar, estar atenta a ellos, acompañarles en sus juegos, dedicarles el ratito que necesitan para adaptarse también a la nueva situación, para dormir, compartir momentos con tu pareja y volver el rostro a Dios, si lo imaginas, entonces todo se te vuelve imposible. Mucha gente planifica sus vidas y dice: más de dos hijos no se puede.
Pero eso es la imaginación. La realidad (y de eso se trata nuestro camino, de aprehenderla y saborearla), va por otro sitio. El milagro se abre solo para el realista. Y se vuelve cotidiano. Si me dejo de planificaciones y me abandono al presente, y me entrego feliz a lo que tenga que ser, entonces tener cuatro hijos no da más trabajo que tener tres o dos o uno, porque el trabajo en realidad no lo hago yo, sino que lo hace otro. Me entrego con amor a lo que hay, a lo que es, y, de verdad, cuatro no son más que tres. El corazón no ha de dividirse, sino que se multiplica. El tiempo se expande y surge un espacio (ahí está el milagro) para aprender árabe o para nadar un rato en la piscina. Incluso puedo escribir a la vez que acuno a Moisés, escribir con su cabecita pegada a mi corazón, escribir mientras le doy todo lo que soy, nutrirme de su silencio para generar esta palabra mientras él se nutre de mi pecho.
Hacía tiempo que no me sentía con tanta energía como estos días. Comprendo ya que la maternidad es un camino, un modo de peregrinar hacia el Amor, y que viviendo en el estado preciso da igual dos que tres que ocho o que diez. Le doy por entenderlo gracias a Dios.
En todas las tradiciones se dice, de algún modo, que cada hijo viene con un pan bajo el brazo. Literalmente esa frase nos indica que cada hijo tiene asignada al nacer ya su provisión. No somos los padres los que tenemos que encargarnos de ella, aunque a la vez sí. Le llegará a nuestro través, pero viniendo de otro. Y nosotros solo tenemos que ponernos al servicio de ese otro. Buscar el reino de Dios para que él nos vista como a los lirios del campo.
Pero el pan debajo del brazo (¡hemos empezado a preparar pan casero!), habla también de otro pan. El pan bajo el brazo no es solo material. Por lo que he aprendido de mis cuatro experiencias, cada hijo nos abre también a una nueva frecuencia de la realidad. Es como si en la radio, además de la AM y la FM, de repente surgiera una nueva. El pan también es espiritual. Un regalo del cielo, un regalo eterno.
Moisés ha llegado en Ramadán y de repente me he puesto a estudiar árabe. Moisés es hijo de los encuentros sufíes (hemos realizado uno al mes durante toda mi gestación) y me habla todo el tiempo del encuentro. Ruth se marchó cuando él nació y era una hermana del alma y nos reunió para que oráramos por ella. Moisés me llama también a la introversión. Invoca al secreto. Me asoma al silencio.
Quiero dar las gracias a todas las personas que nos acompañan, cada día, dándonos siempre lo mejor de sí. Ojalá pueda amaros por amor a Dios.
Marta Mardía Herrero
http://maralmadia.wordpress.com/
Imagen de portada Rafa Millán