
El Vacío
Todas las tradiciones hablan de una realidad que trasciende esta realidad material que la ciencia moderna se empecina en decir que es la única, por el simple hecho que sus aparatos tecnológicos solo pueden medir fenómenos tangibles, pero más allá de ellos es incapaz de corroborar fenómenos más sutiles, como la Conciencia, que sigue siendo un enigma total para la ciencia, o el propio origen del universo cuyas leyes siguen sin poder sistematizar, demasiado infinito para contenerlo en sus parciales teorías, aunque haya cada vez más científicos en la rama de la astrofísica, la biología, la física que se acercan a las enseñanzas de los antiguos sabios que hablaban con asombro y devoción del Misterio. Pero seguimos en un paradigma científico que intenta reducir todo a explicaciones materiales, medibles y que deja fuera la dimensión espiritual del ser humano, que está entretejida a la dimensión mental y corporal, formando un todo integrado que da verdadero sentido al hecho de ser un ser humano.
Dicen todas esa tradiciones, con distintos mitos, que el hombre no emerge de una nada sino de un todo lleno de infinitas posibilidades, que gusta de recrear universos, seres de todas las especies y que ese todo del que emerge la vida tiene como características de su naturaleza esencial un lucidez pura y una bondad infinita. Una Luz Clara dicen en el Zen, una realidad, que llaman el Absoluto, el Tao, el Ser, Dios, No dualidad, el Misterio que trasciende los opuestos y que es en lo que nos movemos, somos y existimos. Como si de un útero se tratase que permite la emergencia de la vida en todas sus manifestaciones infinitas.
Como en el caso del útero materno, por el que todos hemos pasado antes de nacer, estamos unidos, no hay una diferenciación con ese Ser pero en el momento en que nacemos vamos perdiendo la conexión, olvidándonos de esa naturaleza prístina que es nuestra propia naturaleza también y nos sentimos desorientados, parciales, separados y empezamos a construir un sistema defensivo para no sentir el dolor de esa separación.
Es lo que las distintas tradiciones han llamado como la pérdida del paraíso y que produce un vacío que nada puede llenar. Es la “caída” en nuestra tradición, que referencia a un trágico descenso de la conciencia hacia las tinieblas de la ignorancia de sí y los espejismos y automatismos del ego.
Para los que no pueden asumir esa creencia, esa intuición metafísica de algo que nos trasciende y a lo que anhelamos regresar, pues nos vuelve a unificar e integrarnos y les cueste entender un vínculo vertical con la dimensión espiritual que anhelamos recuperar y nos produce un vacío existencial su ausencia, también les puede servir la explicación psicológica del vacío o desconexión que siente bebe al salir con sufrimiento de ese útero materno cálido y confortable, en cuanto nace y le cortan el cordón umbilical el bebé queda expuesto a los primeros fríos, las primeras incomodidades de existir, el mundo de las esferas sensoriales llegan con su dualidad de agradables y desagradables.
Y el sistema de supervivencia le hace rechazar las desagradables con sus lloros y rabietas y aferrarse a las agradables con sus lloros y rabietas, empieza lo que en el budismo se llama la experimentación del sufrimiento ante un mundo que cambia continuamente, y en estos tiempos de tecnologización radical de la vida, a velocidades cada vez más vertiginosas, donde la ausencia de la caricia de la madre a tiempo se convierte en desamparo, y el globo que dibuja un vuelo precioso es pinchado por la espina de una rosa, y el amado hermano muere en un accidente de coche y el tiempo va desplegando las sucesivas inclemencias de la dualidad en la que se mueve este mundo, en el que vivimos, intermitente juego de placer, dolor, felicidad, tristeza.
Y ante nuestra incapacidad de integrar tanto contraste e impermanencia de la seguridad que anhelamos empezamos a construir una identidad, una autoimagen, una falsa imagen de si mismo, el famoso ego, que nos proteja, como una estrategia de defensa para no sentir el dolor, el primario de sentirse separado de una fuente de la que manaba todo sin esfuerzo, la dramática -y mítica- pérdida originaria de la totalidad y la armonía interna y externa del alma humana
Hemos perdido el paraíso de un cielo, como símbolo de un nivel de conciencia totalizador o bien hemos quedado separados de un todo como el de la madre, de la que surgimos siendo sangre de su sangre, carne de su carne y el ego empieza a sentirse parcial, deficiente incompleto en relación a la totalidad, al Ser, y empieza a buscar mecanismos de compensación creando una máscara con la que presentarse a un mundo de máscaras, para que no se note en exceso que está dividido, dolido de tanta falta de integración, ni entre su cuerpo y su mente y todavía menos con su espíritu, el Si mismo que está detrás de la máscara y que no se puede ver, pues el ego se proyecta hacia los otros espectadores y mirar hacia adentro duele.
Dependiendo de las circunstancias que nos rodeen las máscaras serán más dramáticas o más cómicas, pero todas encierran una herida ontológica, un vacío que parece no se llena nunca, ni aún poseyendo el mundo entero, giraran en su núcleo en una sensación de carencia que llevará a escoger hacerse cada vez más inconsciente para no asumir que la vida duele y que la alternancia entre alegría y sufrimiento es inevitable.
La personalidad incapaz de encontrar el regreso a su verdadera identidad, un conciencia espiritual que tiene la altura para comprender la naturaleza impermanente de la vida, que la vida es lo que es, nacer, crecer, envejecer y morir, que tiene noches y días, pero que más allá de ese baile de dualidad complementaria hay una realidad que lo contiene, un Conciencia a la que pertenecemos y que permite integrar esa danza de la creación que tanto nos perturba construirá dos tipos de sistemas: un sistema defensivo para rechazar cualquier sensación, emoción o pensamiento desagradable que llegue a su vida, no queriendo asumir con conciencia sus pérdidas, sus errores, sus limitaciones, construyendo una idea de sí mismo a salvo de cualquier consciencia que le recuerde su imperfecta perfección como ser humano -pues se ha dado cuenta que para sobrevivir en el mundo de las máscaras hay que tener una que parezca bella, fuerte, inteligente y una serie de condiciones que pone la tribu para formar parte de ella-.
Por el otro lado crea un sistema de avidez que le permita apoderarse de cuantas más experiencias de placer posibles, para momentáneamente olvidar que la vida duele, que su fantasía de una felicidad basada en experiencias cambiantes es asequible si se esfuerza en acaparar el máximo de experiencias agradables, objetos que den la sensación de que se es alguien importante, poderoso.
Así que el inocente bebé va construyendo una fortaleza alrededor de su primer núcleo de dolor, su primera perdida del paraíso y su muralla le impide cada vez más asumir la realidad de una vida llena de contrastes y cae como en un sueño voluntario, del que no quiere despertar a algo que no sabe cómo integrar, prefiere desconectarte de la exigencia de ser un ser consciente y pleno y prefiere vivir esclavo de unos condicionamientos inconscientes de rechazo y apego. Con ese sistema de evitación del sufrimiento, que es como una inteligencia primitiva y animal el hombre teje un velo cada vez más grueso de ignorancia lo que le sume inevitablemente en una crisis existencial de no estar siendo fiel a su si mismo esencial que es la dimensión espiritual que le distingue de los demás reinos.
Esa crisis existencial sólo tiene una medicina, este vacío interior sólo se llena de ser fiel a la esencia que hay en lo profundo de cada uno de nosotros para lo cual hay que volver a conectarse, pero el hombre occidentalizado que ha perdido sus raíces espirituales ha llegado a límites insostenibles de desconexión, la cantidad de ruido interno que tiene lo que el budismo llama el mono loco, y nosotros la loca de la casa, impide acceder al silencio donde esa autentica naturaleza de lo que somos habla claro y puede orientar nuestras vidas con sus atributos de luz y amor, que se expresan en forma de virtudes, de coherencia en nuestras palabras, pensamiento y obras.
De aquí surgen los cada vez más numerosos titulares que pasan desapercibidos para muchos, pues la sociedad está anestesiada de pan y circo, acerca del incremento exponencial de las enfermedades mentales, y de índices de suicidio escandalosos entre los jóvenes, que los gobiernos prohíben que se hable de ellos en los medios de masas que manejan para no asustar a la población o para no despertarla de su letargo.
Así que una máscara cada vez más gruesa, más alimentada de falsas expectativas de llenar el vacío acudiendo al mundo exterior cambiante para satisfacer su sed de esencia va tejiendo una matrix, una proyección de películas de diálogos internos y externos que son falsos, están condicionados por ese agrado y desagrado que compartimos con los animales, pero sabemos que estamos hechos para algo más que para satisfacer nuestra hambre nuestra sed y nuestro cobijo, pues como dicen los sabios esa conciencia nos llama desde lo profundo y nos dice que este en la conciencia infinita este universo flota en ella como una partícula de polvo en un rayo de sol y que nosotros somos esa conciencia infinita y ese estar por debajo de nuestra medida real nos atormenta en forma de vacío interior.
Beatriz Calvo Villoria