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La Leyenda del rey Midas

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Ama por encima de todo

la belleza de tu Corazón vacío.

 Así podrá ser un límpido espejo

de la Luz de tu propia conciencia.

 

Tan antiguo como el hombre, es el anhelo de encontrar algo de inmenso valor y su mayor sueño, el de ser capaz de transformar la tosca materia en dorado metal. Cuando la mente está volcada hacia fuera, en las cosas externas que percibimos, pensamos que es ahí donde lo vamos a encontrar, el dinero, la fama, el poder, el prestigio social o profesional, el aprecio de los demás. Y observamos las cosas y las vemos brillar al sentir como nuestro corazón las desea, pero inmediatamente al asirlas con nuestras manos para intentar retenerlas, se convierten en materia gris y opaca, de tan escaso valor que inmediatamente deseamos otra cosa nueva. Cuando nos ofusca este mecanismo, caemos en las frías garras de la compulsión y la codicia. Y curiosamente nuestro encantamiento parece funcionar a la inversa de lo que soñábamos, desde el brillo del deseo nos topamos con la opacidad decepcionante de su realización.

Pero quizá en un momento de lucidez podamos llegar a preguntarnos: “si el objeto es el mismo, ¿qué extraño encantamiento ha ocurrido qué lo que parecía de oro se convirtió en frío latón?”, e intuyamos que el secreto anida en nuestro interior.

Así iniciamos una aventura hacia adentro para descubrir los grandes tesoros que la mente humana encierra. Y profundizando por un túnel, tan sólo de oscura apariencia para los ojos que se han acostumbrado a la luz de la tierra, se va accediendo a minas profundas que esconden desconocidos metales. Hay algunos opacos, que pasan desapercibidos y pueden producir desánimo, hay otros brillantes, pero de reflejos evanescentes y fugaces, hay otros de colores inconcebibles y muy bellas tonalidades, pero hay un lugar donde la piedra se vuelve oro, inconfundiblemente dorado y lleno de valor incalculable.

Situados desde este lugar, que era en realidad desde el que surgía el brillo de nuestros deseos, al mirar las cosas fuera nos sentimos como un rey Midas, al que se le hubiera concedido el don de convertir la densa materia gris en reluciente metal dorado. Las cosas se cargan de un significado maravilloso, todo parece extraordinaria mente vivo, nuestra mente se sintoniza con la pulsión oculta de la vida, el contacto con los demás seres vivientes se convierte en un intercambio de comunicación profunda e intensa sin necesidad de hacer ni decir nada.

Pero no debemos olvidar, que al rey Midas le movía la codicia, su alma se hallaba oscurecida por la sombra de su ciega pasión por la riqueza. Por eso, su don se acabó por convertir en una maldición terrible que le condujo a un camino cortado, para hallar en él una lección muy valiosa. Al sentir hambre e ir a coger los alimentos y el agua para comer y beber, comprobó horrorizado que también se convertían en oro y vio su muerte inevitable. De esta manera supo que su alma ya estaba muerta, envenenada por la impureza de su intención. No amaba al oro por su brillo y cualidad, sino porque quería construir con él un falso paraíso que en realidad era su cárcel.

Esto ocurre en la búsqueda espiritual cuando el ego aún no ha sido aniquilado y por tanto hay un “yo” conceptual, que codicioso, busca y espera recibir algún beneficio para la vida, busca más prosperidad, más poder, más paz, más felicidad, o incluso beneficios aún más sutiles, busca un estado mental extraordinario que le reafirme su sentido de superioridad sobre otros o un sentido más grandioso de la propia existencia. Es ese “yo” de hojalata el que enturbia nuestra intención y con frecuencia puede llevarnos a un camino equivocado, en el que toparemos contra una pared infranqueable de insatisfacción.

Tras las primeras experiencias y cambios más o menos significativos, la vida parece teñirse de un “nunca ser suficiente” y la meta de la paz plena y duradera, parece convertirse en algo inalcanzable. El “yo”, que ahora se autodefine como espiritual, se rodea de sus propias prácticas y ropajes, se ampara ilusamente en la esperanza de que sea el tiempo el que le traiga lo que le falta, sin darse cuenta de que es su propia creencia en el tiempo lo que le aparta de aquello que tan ansiadamente busca, y que es exactamente el lugar donde en este instante se halla. Así el ego, se apropia de los bienes del espíritu, el oro que encontró dentro lo pierde fuera, sin darse cuenta que por eso se siente tan pobre como antes, puesto que lo que de valor verdaderamente tiene, lo pierde inevitablemente, cuando imagina el valor en aquello que precisamente no posee. La mente con su codiciar inconsciente, ha vuelto a robarle su don más precioso.

Porque no es el “yo” pensado, el que puede convertir las cosas en oro para así sentir que son suyas y que no puede perderlas. ¡Cómo puede hacer esto algo que es de metal falso! Más bien es el ego el que le roba mediante sus mecanismos, cuando cataloga, espera, anticipa, analiza, compara, juzga, exige, rechaza, sueña e imagina, a cada instante su incalculable valor, que es un valor sagrado.

Ese “yo” deberá dejar de buscar beneficios o mundos imaginarios y entregarse deslumbrado por la verdadera luz de la inagotable mina de oro del ser, que nos transformará primero a nosotros mismos y desde ahí a todo cuanto miremos para ganar lo único que nos es dado ganar que es la pureza de nuestra intención. Una mirada desprovista de cualquier deseo de adquisición, sea material o espiritual, y que reconozca la paz verdadera en la aceptación incondicional de todo lo que aparezca. Ahí no hay posibilidad de robo, ni pérdida, ni deseo de algo más grande o mejor, es la indestructible riqueza del que ha renunciado a todo y ya por eso no puede ni ganar ni perder nada.

Así como Midas hubo de bañarse en el río Pactolo para liberarse del encantamiento y purificarse, deberemos bañarnos en las aguas puras del silencio para descubrir quién somos y recibir el don de una mirada limpia y transparente, que haga relucir a las cosas tal como son, sin esperar más beneficio que el brillo inconmensurable de nuestra propia conciencia.

Porque ¡qué triste destino el del hombre que mendiga a la vida sin saber que es hijo de la Riqueza!

 

Marisa Pérez