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La Piedrecilla

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Las palabras del maestro:

Cuando la Vida, nuestro gran maestro, nos zarandea para hacernos despertar, es como si en ese instante se descorriese un tupido velo delante de nuestra mirada para permitirnos reconocer la figura de un maestro. Maestro al que no somos nosotros los que buscamos, sino que es él el que eternamente nos busca, sin descanso, con infinita paciencia, sabedor de su segura victoria.

Primero escuchamos sus palabras para imaginar la Verdad fuera de nosotros mismos. Así, ese mensaje que nos coloca en un camino sin retorno se convierte en un objeto soñado todavía muy alejado de nuestra realidad interior. Posee un brillo especial, un magnetismo extraño, de alguna manera su profundo significado aún sin desplegar lo intuimos sin necesidad ni posibilidad de poderlo definir. Desde ese momento la mente lo trata como cualquier otro objeto en el que proyecta un futuro de felicidad, es decir, deseándolo.

                Con la energía de ese deseo comenzamos a esforzarnos moviendo cosas fuera que es donde tenemos nuestra mirada y nos pasan desapercibidas, por un tiempo, las cosas que solas se mueven dentro. Emprendemos un camino, también soñado, esperando llegar a una meta. Vamos encontrando indicadores, encrucijadas, a veces nos acucia la sed, a veces el hambre, a veces la soledad.

Acudimos de nuevo al maestro y escuchamos renovados sus palabras y en un instante de silencio contemplamos con nitidez la Verdad dentro de nosotros, con luz radiante, dejando palidecer lo efímero. Ya no es un sueño, sino que más bien se convierte en sueño lo que antes llamábamos realidad. Lo falso se va desprendiendo, los apegos, los deseos, los temores van siendo aniquilados por un permanente renacer. Pero aún está esa diminuta piedrecilla que cuando obstruye la luz es capaz de crear por sí misma el espejismo de la sombra.

                Y regresamos una y otra vez cerca del maestro y escuchamos fluir sus palabras que sin saber por qué comienzan a desvanecerse para convertirse primero en sonido, después en aire, después en vacío. Y entonces no hay camino, ni piedrecilla, ni sombra, ni maestro, ni siquiera voz.

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No recuerda ni cuándo ni de qué manera había caído dentro de aquella cueva. Debió ser en un momento de descuido, cuando absorto en el goce de su existencia en la luminosa pradera, un destino ignorado le obligara a tener que conocer la oscuridad de esta caverna, fría y aislada en algún lugar de las profundidades de la tierra. A pesar del infinito tiempo transcurrido, su memoria guarda indeleble los colores intensos y los aromas embriagadores que llenaban su vida en la pradera, a la luz del sol. Este recuerdo, que hacía ya tiempo había perdido su forma, no es hierba, ni árboles, ni arroyo, ni pájaros, es sólo una vaga sensación, una resonancia armoniosa de un sonido lejano, que hace aún más doloroso su cautiverio, pero que al mismo tiempo disemina en su corazón las semillas de la esperanza y le impulsa a seguir un camino, que nadie señala, pero que, sin dudarlo, sigue.

Qué extraño que aunque las paredes de la cueva estén hechas de sólida piedra y nunca haya encontrado el más mínimo resquicio por el que poderse asomar afuera, tenga esa firme convicción de que su verdadera vida no es ésta, no está aquí, sino en aquel otro lugar que ni siquiera recuerda.

Primero fue león, de inmensas fauces y de inmensa fiereza. Su vida transcurría en movimientos bruscos y enérgicos que debían expresar su poder y majestad y nunca descansaba ni observaba lo que le rodeaba, porque ese momento de debilidad podía ser aprovechado por las otras fieras. A pesar de que esos impulsos profundos procedían de sus ansias de libertad, durante toda su vida no hizo sino golpearse con violencia contra los duros muros de la caverna, que se salpicaban de la sangre que manaba de su cabeza herida. Exhausto, al fin pudo dormir y al despertarse era un zorro.

El zorro tampoco era feliz en la cueva. Sus ojos añoraban la luz y con su gran astucia pensaba que podía conseguirla encendiendo una gran hoguera. Deambulaba sin cesar y miraba buscando madera y piedras, siempre sigiloso para que los demás zorros no pudieran verlo y robarle su gran idea. Con el paso del tiempo, consiguió atesorar montones de palitos resecos y llegó a encontrar dos piedras muy duras que al frotarlas produjeron potentes chispas, que por fin ardieron en un gran fuego. Tanto miedo tenía a ser visto por sus compañeros y que ellos también se alumbraran con su hoguera, que se

acercó demasiado para taparla con su cuerpo. Las chispas, que se habían multiplicado y vuelto más vivas, saltaron sobre su piel que ardió con rapidez. De las cenizas surgió un conejo.

El conejo no podía resignarse a no volver a probar los brotes jugosos de la hierba recién segada, y aunque en realidad no recordaba si llegó a comerlos algún día, un regusto indefinido en su paladar le impulsaba permanentemente a buscar una salida a aquella cueva. Huía con tanta impaciencia y compulsión, que ni siquiera podía darse cuenta que en su camino se cruzaba con otros conejos que también buscaban la misma salida. Llegó un momento en que era tan intensa su soledad y tan grande su desaliento, que cayó rendido sobre la fría piedra, que recogiendo su cuerpo inerte le permitió convertirse en una golondrina.

Es muy difícil poder volar dentro de una cueva, pero aquella golondrina tenía alas y por tanto debía volar, pero ¿dónde?, ¡si no había cielo! Su naturaleza de aire le ayudó a imaginar un lugar donde extender sus alas para poder describir armoniosos círculos que emularan al sol. Y así, surcaba los aires imaginarios, divisaba las flores de falsos colores, veía los animales soñados correr por la pradera, e incluso llegaba a imaginar que junto a ella volaba otra golondrina, que a pesar de no responder a sus llamadas, le hacía olvidar por un momento su destino de ave de la caverna. Un día en que muy ilusionada cogió gran impulso para volar hacia una nube que veía en la lejanía, estaba tan cegada que no pudo frenar, al darse cuenta que tras la nube de falso algodón se escondía la piedra dura, contra la que inevitablemente se estrelló.

Y otra vez la misma sensación de no pertenecer a este lugar cerrado y apartado de la luz, donde sólo se vislumbran sombras que se mueven sin cesar captando su atención. A veces son sombras escurridizas que se escapan antes de ser descifradas. A veces son sombras pegajosas que se agarran a la piedra de la pared y parecen enralecer el aire. A veces son hipnotizantes y llegan a hacer olvidar todo cuanto no se recuerda. A veces son bellas, de formas armoniosas y gráciles, y le hacen moverse hacia ellas con el corazón abierto, para acabar rozándose con la fría piedra que se esconde detrás y que le congela el alma.

Y ocurre que mientras hay sombras, hay este lugar y por tanto otro lugar hacia el que moverse, para verlas mejor, para no verlas, para huirlas, para perseguirlas, para tocarlas, para aferrarlas, para en realidad librarse de ellas y así poder regresar a la siempre añorada pradera, que se sueña distante, dolorosamente inaccesible, dolorosamente inexistente.

Pero de pronto, en un momento inesperado, percibe con claridad que está aquí y que no hay un allí. Y entonces surge una pregunta que no puede entender cómo no se hizo antes:

– ¿Y si en realidad no hay otro lugar, sino solamente éste donde me encuentro y al que no llega la luz porque algo la oculta, y así, sin luz, no puedo ver el brillo de los colores que en realidad me rodean, ni respirar la fragancia de la mañana que amanece en cada instante, ni escuchar el sonido armonioso de mi propio corazón que no cesa de latir?

Quien había hallado esta llave en forma de pregunta era una anciana, aunque todavía no conociera la puerta que con ella pudiera abrir. Su rostro era sereno y hermoso, a pesar de los numerosos y profundos surcos que lo atravesaban, como símbolo de todos los caminos que había tenido que recorrer siguiendo la persistente intensidad de su anhelo. Se movía con dificultad y sus piernas sostenían temblorosas su caminar. Se acercó hasta el muro más alto de la caverna y con sus manos asió con toda la fuerza de la que era capaz la inmensa roca que se alzaba hasta el infinito, pero ni siquiera pudo abarcar con sus brazos su contorno, cuyo final no podía ser vislumbrado. Muy cansada y con las manos doloridas, se fue en busca de ayuda y encontró un hombre sentado sobre una piedra que parecía dormir y le dijo:

-¡Buen hombre! Ven conmigo y entre los dos podremos mover esta piedra. Tras ella se abrirá un gran agujero que dejará entrar la luz a raudales.

Lo miró intensamente, mientras esperaba recibir una respuesta, pero el hombre no parecía haberla escuchado. La anciana alzó la voz y como continuara sin recibir respuesta, zarandeó al hombre con fuerza que despertando la miró con asombro pero sin articular palabra. El hombre reclinó de nuevo la cabeza entre sus brazos y continuó durmiendo. La anciana se preguntaba ¿será que no puede escuchar mis palabras o será que aún escuchándolas no puede comprenderlas?

Así pasó toda su vida, buscando ayuda, pero el que hablaba no veía, el que veía no caminaba, el que caminaba no oía, el que oía era demasiado débil, el que era fuerte era demasiado estúpido, el que era inteligente era demasiado vanidoso. Y así agotó sus fuerzas, y su corazón se perdió en uno de los surcos que le quedaron por recorrer. Su alma descansó y emergió en la forma de un joven valeroso y enérgico.

Este joven enseguida consiguió formar un gran ejército de hombres decididos a terminar con la oscuridad de la cueva. Muy unidos, se sentían orgullosos de su misión y hacían planes y estrategias para luchar contra la dureza de la piedra.

Lo primero que se les ocurrió, fue construir entre todos una gran escalera con la que pretendían ascender hasta lo alto del muro y desde ahí emprender el vuelo al aire libre. Tuvieron que trabajar con ahínco durante varias vidas, hasta que por fin el joven guerrero le dijo a su ejército:

-¡Dejadme que intente recorrer todos los escalones de esta larga escalera! Cuando llegue a lo más alto y vea la luz, regresaré y os contaré todo cuanto allí vea y después podréis seguirme y subir también vosotros. Tened paciencia y esperad.

Subió escalón, tras escalón, sin dejarse ni uno fuera, pero cuanto más subía más alto se hacía el muro que en ningún momento dejaba entrever el azul del cielo.

Desde entonces tuvieron muchas más ideas, empujaron la pared todos a la vez, estallaron gran cantidad de dinamita, removieron piedras gigantescas, picaron el muro, excavaron un gran túnel que nunca llegó hasta afuera. Así consumieron su vida y la de muchos ejércitos, a los que se les ocurrieron otras muchas ideas, sin posibilidad más que de sentir tras ellas la consoladora fuerza de su propia búsqueda.

Pero antes, ahora y siempre sobre la piedra aparece sentado un niño. Alguien desconocido o quizá él mismo, puso como asiento una cálida alfombra de seda roja que le aísla del contacto frío con el suelo. Su pelo es largo y rizado, de brillante color dorado, sus mejillas sonrosadas y dulces como frutas, se viste con un ligero vestido de muselina blanco que nos hace pensar que tal vez sea una niña. A través de la tela transparente, se observan en su espalda unas ligeras marcas de unas alas que probablemente perdió o que aún le han de crecer. Sus manitas juegan despreocupadas con una pelota azul que lanza arriba, hacia lo alto, y la deja caer de nuevo entre sus manos, antes de que llegue a chocar contra la tierra. Este juego le llena de alegría y sonríe con todo el alma.

Pero, ¡algo le incomoda!, ¡le rodea una cierta oscuridad! Es algo que tiene en su ojo. Coge un pañuelo que guardaba en su bolsillo y con suavidad extrae de su párpado enrojecido una diminuta piedrecilla que se había colado en su interior y que incluso le había hecho derramar algunas lágrimas.

¡Ahora sí! ¡Ya está muy a gusto!

Se pone de pie y se acerca al arroyo, donde coge agua con sus manos para refrescarse el ojito herido.

¡Ahora puede ver con claridad!

Acaricia la hierba que se ha llenado de infinidad de colores con la llegada de la primavera. Respira profundamente el aire impregnado de la esencia de las flores. Da volteretas y hace cabriolas imitando a los animalillos y a los pájaros que se acercan confiados hasta él. Por fin, llega cerca de un gran tilo y dejándose refrescar por su sombra, se queda plácidamente dormido. Y sueña que en el ojo se le mete una piedrecilla, y que se transforma en león, y después en zorro, y después en conejo y después en golondrina, y después en anciana, y después en un joven guerrero, y después en lágrima y después en suspiro y después en sueño…

Al despertarse ve al sol guiñar entre las ramas. Es ese Sol que alumbra la frente de esta bella criatura.

 

Marisa Pérez