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La Playa de la Inmensidad

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Contempla el inmenso horizonte

y no fijes tu mirada en nada.

Un océano de silencio refleja

el vuelo solitario del Ave de la Libertad.

 

Desde muy pequeño, sería imposible precisar exactamente desde cuando, Godofredo oyó hablar de la Playa de la Inmensidad. En su memoria, entrelazados con sus primeros recuerdos, se encuentran las imágenes vagas pero contundentes de un lugar hermoso y distante que le despertaban un profundo anhelo. Día tras día, en el monótono trascurrir de su existencia, estas imágenes ejercían un extraño magnetismo sobre él que no le dejaba tranquilo. Tenía la certeza de que hasta que no llegara a encontrar este paraje, aunque tuviese que invertir en ello su vida entera, no encontraría descanso.

Nadie sabía muy bien explicar donde se encontraba situado este lugar, ni tan siquiera coincidían con precisión las descripciones que los más osados se atrevían a hacer de él y que Godofredo había rastreado en su incesante búsqueda. Se relataba la historia de algunos grandes hombres, que realizando proezas inimaginables habían conseguido arribar, en algún momento de su vida, en las arenas destellantes de una playa sin límites.

Entre todos estos personajes Godofredo encontraba especialmente fascinante el del pirata Gadata, bandolero temible al que atribuían crímenes sangrientos y grandes atrocidades. Pero la intrépida tenacidad de este hombre sin escrúpulos, supo guiar su nave con firme propósito a través de los mares, sin descanso ni duda, hasta despertarse un día con una luz de calidez hasta el momento desconocida. Gadata supo que había llegado y desde ese instante su maldad se transformó y aquel cuerpo de aspecto degenerado no pudo contener por más tiempo la pureza de su espíritu y emergió de nuevo en forma de gaviota, sobrevolando desde entonces aquellas finas arenas de inmensa hermosura.

También había oído relatar con mucha frecuencia la historia de la sirena Marlín. A diferencia del horrendo pirata, Marlín siempre fue una sirena bondadosa que vivía rodeada del afecto de todos los seres marinos. Era muy frecuente que al amanecer peces, moluscos, tortugas, anémonas, medusas, estrellas y caballitos de mar, incluso hasta tiburones y animales marinos conocidos por su ferocidad, se congregaran entorno a la bella Marlín para escuchar en silencio sus fantásticos relatos, de los que siempre se desprendía una valiosa enseñanza. Pero cada año, más o menos cuando las aguas comenzaban a enfriarse preludiando la llegada de un nuevo invierno, Marlín ondeaba su plateada cola y desaparecía diciendo:

-Pronto regresaré y os traeré noticias de la Playa de la Inmensidad.

Godofredo recuerda aún con qué ilusión construyó una balsa para conseguir llegar a la Isla del Destello, donde se contaba que se hallaba escondido un frasco lleno de dorados reflejos de la Playa de la Inmensidad. Se decía que quien obtuviera la dicha de encontrar este frasco, abrirlo y mirar en su interior habitaría de inmediato y para siempre en este lugar soñado.

Durante meses Godofredo tuvo que talar árboles, fabricar tablas, ensamblarlas en una rudimentaria pero decidida embarcación para lanzarla una y otra vez contra el bravo oleaje. No se detuvo cuando por tres veces naufragó y fue casi devorado por la gigantesca ballena Brutus que rondaba siempre la ansiada Isla. Desoyendo todos los consejos de sensatez, Godofredo se lanzó temerariamente una vez más hacia la Isla del Destello para conseguir de una vez por todas desembarcar en su rocosa orilla. Le recibieron árboles enormes que dibujaban extrañas formas con sus troncos, praderas de intenso verdor, un lago sosteniendo imperturbable una sencilla canoa, una pequeña casa de madera verde donde Godofredo buscó y buscó sin hallar ni rastro del mágico envase ni ningún otro objeto o indicio de su añorada playa.

No había consuelo para el pobre Godofredo que se sentía incapaz de desoír su intuición más profunda y olvidar el lugar soñado. Por aquel entonces tomó la costumbre de cerrar los ojos e intentar imaginar con nitidez la Playa de la Inmensidad, pensando que cuanto más viva fuera su imagen más posibilidades tendría de que se hiciera cierta.

A veces tenía la clara sensación de sentir en su rostro la suave brisa marina rebosante de aromas difícilmente descriptibles, tan inmensos como esa playa donde no existían los límites, ni siquiera un horizonte en el que vislumbrar la lejanía. Un dulzor cálido, penetrante, inundaba entonces sus sentidos, y por unos segundos olvidaba hasta su nombre. En la Playa de la Inmensidad es imposible imaginarse caminando porque siempre se está en el mismo sitio. Con los ojos entreabiertos Godofredo veía maravillado en su interior una progresión infinita de leves y húmedas ondulaciones arenosas, chispeantes de reflejos multicolores compitiendo en hermosura con el sol.

Pero lo que más le costaba imaginar a Godofredo era la inexistencia del mar. Siempre el mar había ejercido una especial fascinación para Godofredo. En verano solía pasarse las tardes sentado en el acantilado más escarpado, allí donde no podía escuchar ni los alegres y despreocupados gritos de sus amigos jugueteando, para contemplar el vaivén permanente de las grandes olas que venían a romper casi a sus pies. El rugido estruendoso de ese perpetuo movimiento le envolvía en una cápsula de invulnerable solidez, más evidente que su propio cuerpo.

En la Playa de la Inmensidad la inmovilidad de un mar disuelto en la arena hace inútil la espera. Sólo podía imaginar la tibia humedad que sus pies descalzos recibirían al chapotear en tan serenas, casi ocultas aguas. ¡Pero como llegar a imaginar siquiera el profundo silencio que esconde el mar tras de sí! Al pensar en ello Godofredo sentía una especie de vértigo, un miedo intenso que le atrapaba y le hacía desistir, muy brevemente, de sus intentos.

Ya cuando casi había perdido toda esperanza de poder encontrar la Playa de la Inmensidad y se había sumido en un estado de enorme tristeza, ocurrió algo que lo dejó atónito. Una tarde de verano cuando escalaba, como de costumbre, el acantilado para llegar al lugar donde se sentaba a observar el mar, descubrió la entrada de una cueva casi totalmente oculta por abundante maleza. Lleno de curiosidad, se dirigió impulsivo hacia allí haciéndose camino entre los ramajes.

Atravesó húmedos pasadizos que hubieran hecho temblar al más valiente, pero Godofredo no dudaba, ni siquiera se daba cuenta que era incapaz de ver nada sumido como estaba en una impenetrable oscuridad. Había ya perdido la sensación del tiempo, cuando apareció en una cueva en cuyo interior se alzaba una roca de una tonalidad totalmente desconocida para Godofredo. Este extraño color desprendía una florescencia que, después del largo rato pasado en la total oscuridad, casi cegaba a nuestro amigo. Sin pensar siquiera en lo que hacía, se abrazo fuertemente a esta pétrea columna y cual fue su sorpresa cuando comprobó que lejos de la supuesta frialdad, su contacto era extremadamente cálido y delicado y se percibía un tenue latido en su interior. Godofredo aplicó su oído a lo que parecía un ligero murmullo que emanaba del interior de la extraña roca.

-Godofredo, Godofredo…-parecía querer decir.

Godofredo estrechó aún más su abrazo poniendo toda su atención en aquellas casi inaudibles palabras.

-Te estaba esperando, en realidad siempre te he buscado. Pero ahora estás aquí y quiero entregarte mi regalo. Toma la luz que hay en mi interior e impregna tus ojos de ella.

-Pero… ¿cómo habré de hacerlo? –contestó Godofredo preocupado.

-No has de hacer nada, -expresó amablemente la roca, tan sólo deja que yo lo haga. Quédate tranquilo aquí a mi lado y espera.

Godofredo tuvo la sensación de quedar cegado e irreprimiblemente cerró los ojos presa del pánico. Cuando los abrió de nuevo se encontraba otra vez en el exterior, en su acantilado, pero percibió que una nueva luz envolvía las formas. Su tonalidad, su calidez, su contacto más allá de la vista le hizo sentirse como un ser nuevo, renovado, invadiéndole una desconocida felicidad.

Habían pasado pocos días de este incidente, cuando Godofredo se dedicaba a pescar en la orilla del mar. Le gustaba pasar el rato llenando su cubo de plástico de pequeños moluscos que iba recogiendo, sobre todo cangrejos y almejas, y que después lanzaba de regreso al agua. Observó venir a lo lejos, con su parsimonia característica, a una tortuga que a juzgar por su aspecto debía de ser viejísima. Ladeaba su gigantesca cabeza de un lado a otro mirando con unos enormes y brillantes ojos verdes.

-Buen día, amigo Godofredo. He tardado mucho tiempo en llegar hasta ti pero eso para una tortuga no es importante. ¡Vivimos tanto tiempo que muchas veces se nos olvida morir!

-¿Y por qué vienes a visitarme si no me conoces? –le preguntó Godofredo con curiosidad.

-Yo sí te conozco a ti, eres tú el que aún no me conoce. Pero no te preocupes, enseguida podrás saber el motivo de mi visita, –le contestó la tortuga con infinita paciencia-. ¡Godofredo, sube a mi espalda y presta mucha atención!, ¡Vamos a hacer un viaje al que muy pocos se atreven a aventurarse!

Godofredo no dudó ni por un instante y se encaramó decidido sobre el caparazón del curioso animal, aferrándose fuertemente a su cuello. Sentía la brisa rozándole el rostro, su cabello describía suaves líneas en el aire y Godofredo se sentía volar, con una maravillosa sensación de libertad. Su corazón latía con una energía hasta ahora desconocida para él y su respiración era tan intensa como el mar.

-Godofredo, ¡hemos llegado! –le dijo la tortuga sacándole de su extraño trance.

Godofredo casi no se atrevía a mirar, no sabía muy bien si por miedo a lo que pudiese ver o por miedo a una decepción de quizá alguna desconocida expectativa que se hubiese despertado en su interior.

-Pero, ¡querida amiga!, -exclamó Godofredo entusiasmado cuando se atrevió por fin a abrir los ojos- ¡Si estamos en el mismo sitio! ¡No nos hemos movido!

-Efectivamente, Godofredo, hoy has aprendido la lección más importante de tu vida. Ahora continúa pescando, -le animó la tortuga.

Todo aquello era demasiado para el pobre Godofredo, no cabía en sí de gozo. Para asimilar tantas emociones abandonó su cubo en la arena, devolvió al mar los últimos cangrejos que aún tenía, se descalzó y con paso calmado comenzó a caminar, mirando al suelo, sin rumbo fijo.

Iba tan abstraído en sus pensamientos que no se dio cuenta que desde hacía rato sus pies chapoteaban en un agua brillante, cálida, contenida entre ondulantes montículos de una arena tan bella y fina que difícilmente podríamos encontrar palabras para describirla. Godofredo fue poco a poco alzando la cabeza, intentando buscar en el horizonte el mar donde había abandonado su cubo. Buscó y buscó, investigó con ahínco los contornos del lugar para descubrir maravillado que no existía tal cosa. Sin bordes, sin límites, sin horizontes ni confines, el mar se fundía en una inmóvil presencia. Sólo el silencio recogió la imagen de Godofredo, de aquel que un día se soñó buscando.

Y una gaviota se dibujaba en el cielo inmaculado.

 

Marisa Pérez