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La vida buena

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En el corazón mismo del Amazonas colombiano, en una de las zonas más remotas y peligrosas de la selva, donde los ríos están llenos de peligros escondidos en cada centímetro de arena o lodo,  donde la misma agua está teñida de negro por la cantidad de taninos que la impregnan, y oscurece la visión del cursar silencioso de las anacondas, las pirañas, anfibios e insectos, de nombres desconocidos para la ciencia;  donde puedes encontrarte en cada centímetro de tierra con cientos de especies venenosas de todo tipo; donde cada planta “comestible” ha de ser despojada de sus semillas venenosas, o de su piel venenosa, o hervirla durante horas para extraer su mal,  viven aún pueblos indígenas en permanente comunión con el Espíritu.

Dicen de si mismos que viven la vida buena, y sus niños juegan, acunados en una alegría llena de jolgorio, en esos ríos negros misteriosos, pero con una vigilancia extrema, sin tensión, sin crispación, atenta en una precisión capaz de interpretar en un microsegundo que el cantar del pájaro encaramado en la orilla anuncia el paso de la anaconda, saliendo todos en un solo movimiento, mientras en las profundidades de esas aguas oscuras la reina de las sinuosidades atraviesa ese tramo de río y todo queda perfectamente orquestado por el espíritu y la mirada que lo observa.

Viven la vida buena, porque dicen, es sana y  santa; sana pues sus células no tienen frontera con las células que conforman la selva, son uno con ella y saben por tanto qué comer, cuánto, y cómo. Lo saben tanto que sus sabedores –los chamanes – indican al cazador de la tribu el animal que se ofrecerá a su mirada, en qué lugar y cuándo. Santa porque el peligro les mantiene en una vigilancia extrema capaz de trascender el mundo de las formas, una vigilancia capaz de atender no sólo los enemigos visibles, a miles, sino los invisibles desplegados sin número en el macrocosmos que les envuelve. Una vigilancia capaz de detectar la semilla del más mínimo pensamiento inarmónico en su propio microcosmos, lo que les abocaría a la muerte, pues en este corazón de la selva amazónica no se muere por la altísima peligrosidad del entorno natural, sino por desviarse de la observancia de la santidad en cualquier pensamiento, palabra y acto; dejar de ser un hueco por el que pase el Espíritu y dicte el pensamiento o la acción adecuada es asumir la muerte inmediata en el siguiente viaje por la selva, en el adentrarse en el río, es estar desconectado, y por lo tanto inadvertido a la víbora sobre la que pusiste el pie mientras pensabas en vez de existir; la ley del karma en estas latitudes tiene efectos inmediatos, en esta misma vida.

Una vida buena, sana y santa que les impide formular la primera persona del singular, todo se conjuga en el plural comunitario en el que son todos uno, que les hace vivir conscientes cada segundo de su misión en la vida, de la nota que pueden aportar a la melodía comunitaria y al cosmos en el que viven. Un vida buena desprovista de “yo” y “mío”, vivida en un gozo pleno y profundo, sin la confortabilidad que adormece; despiertos, totalmente despiertos, oran y adoran con todo su ser al Espíritu, y en esa oración nos acunan también a los dormidos en este occidente letárgico y denso, pues ellos saben lo que nosotros hemos olvidado, que todos somos Uno.