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Me veo en ti.

Beatriz

Me veo en ti.

Con cuánta frecuencia escucho expresiones parecidas a esta: “Sí, qué bien me encuentro cuando medito, cuando me dedico a nutrir mi mundo interno, pero qué difícil es todo cuando salgo de esos espacios. Sobre todo, en contacto con las personas, en mis relaciones. Cuando estoy con ellos, parece que todo mi alineamiento y conexión desaparecieran de un plumazo.”

Así ha sido para mí gran parte de mi vida, y de estas experiencias poco afortunadas, se derivó una actitud de huida o evitación de situaciones y relaciones en las que experimentaba incomodidad.

Me preguntaba constantemente cómo podían esfumarse tan rápidamente esos estados en los que me sentía viva, presente, abierta y plena de amor. Bastaba con que me encontrara en los escenarios habituales, en los que aparecían las personas habituales, para que las sensaciones de desconexión e incomodidad me lanzaran a ese pequeño reducto del yo separado en el que parecía apagarse mi luz. Mi mente, claro, culpaba a las situaciones, a las personas, a sus niveles de evolución o a sus bajas vibraciones que me afectaban, o también a mi escasa capacidad para saber sobrellevarlas.

Pasé bastante tiempo sufriendo esa impotencia y malestar que me llevaban a tratar de recuperarme una y otra vez en brazos de mis prácticas meditativas en soledad. Ahí me reponía por un momento, sí, pero el patrón que me estaba guiando (totalmente egoico y victimista) no me permitía experimentar la verdadera transformación que anhelaba. Estaba proyectando en un mundo externo a mí la causa de mi sufrimiento y recluyéndome en una supuesta incapacidad para abordarlo.

Salir de ese pozo empezó a ser posible cuando me di cuenta de que no eran los demás o las situaciones los desencadenantes de ese malestar, sino los pensamientos que albergaba o nutría en su presencia.

Las relaciones tienen el don de hacer surgir todos los patrones que nos separan de la vida y de los seres humanos, que son su expresión. Surgieron al proyectar un mundo ahí afuera, y es precisamente ese mundo el que nos permite concienciarlos para que se disuelvan. El amor hace surgir todo lo que no es amor para ser amado. Pero nuestra mente condicionada no lo considera así e interpreta como amenazas a su integridad las expresiones de los que nos rodean. Son esas interpretaciones las que se nos invita a mirar, en lugar de seguir enfocados en el comportamiento o las actitudes de los demás y proyectando en ellos nuestros juicios, exigencias, expectativas, temores o supuestas obligaciones hacia ellos. Ello supone un desplazamiento de la atención muy doloroso que vivimos como abandono o vacío de nuestro propio Hogar.

Sentir ese abandono es una puerta para volver al corazón de la experiencia y unirnos a la vida que estamos sintiendo, en lugar de seguir pensándola. Es más, es una prioridad escuchar su llamada de atención, en lugar de despreciarla mentalmente o tratar de arreglarla.

Cuestionar todo este arsenal de pensamientos desenfocados es, además, un paso absolutamente necesario que nos trae de vuelta al Hogar, ese que abandonamos para centrarnos en las situaciones y las personas. Sentir e indagar los pensamientos que provocan lo que sentimos son gestos necesarios que nos sitúan en una perspectiva radicalmente nueva: la consciencia, la dimensión de la profundidad, ese espacio vacío, transparente y amoroso que contempla, abraza, ilumina y se nos revela como nuestra verdadera naturaleza.

Cada vez se habla más del tema del espejo en las relaciones. ¿Qué sentido tiene esto? En realidad, los demás son los detonantes que hacen surgir nuestros patrones mentales y emocionales más ignorados. Cuando estoy ante ti, me encuentro en un espacio privilegiado de consciencia que, como un espejo transparente, me permite ver todo lo que, sin ti, sería imposible. Mis interpretaciones, mis juicios, mis temores, mis complejos, mis expectativas, brotan automáticamente y generan emociones, a veces intensas, que buscan ser atendidas y comprendidas. Percibo en ti lo que llevo dentro. Veo en ti lo que proyecto. Ninguna sesión de meditación, ningún maestro iluminado, tienen tanto poder como la simple presencia, las palabras o los gestos de una madre o una pareja, para permitirte ver lo que no quieres mirar o para sentir lo que evitas a toda costa.

Cuando me di cuenta de esto, mi vida empezó a cambiar radicalmente, pues todos los escenarios de los que había estado huyendo se me ofrecían como los espacios perfectos para la meditación más honesta y viva que jamás hubiera podido imaginar.

Concebir así las situaciones que consideramos familiares (en casa, en el trabajo, junto a la pareja, con los amigos…) las convierte en los verdaderos templos que necesitamos para ver lo que normalmente eludimos. Ya no buscamos huir del mundo, sino habitar estos espacios de honestidad, de revelación de la verdad, de comprensión y de amor hacia nuestra propia vida. No hay nada que temer en esos ambientes. Sólo nuestros propios pensamientos (que surgen en ellos) pueden dañarnos si los creemos. La buena noticia es que esos pensamientos nos pueden traer de vuelta a casa. Si, en vez de creerlos, aceptamos mirarlos en profundidad, iluminarlos con la luz de la conciencia viva que somos, abrazando en ella todo el malestar que rehuimos, podemos reconocer la verdad. Creímos que nuestro sufrimiento provenía de un mundo externo y nos separamos de él, eludiéndolo.

Ahora descubrimos que lo que veíamos ahí era nuestra propia proyección. Ese mundo, con todas sus situaciones, relaciones y experiencias, ahora se nos ofrece como un regalo, un hermoso espejo en el que mirarnos. Al ir disolviéndose las borrosas interpretaciones, nos descubrimos como lo que somos: pura vida, inocencia y transparencia sin límites, en la que todo está incluido. Y el mundo, que usábamos para separarnos, se nos revela como pura intimidad.

Si ya estamos cansados de tanta confusión, quizás sintamos la llamada silenciosa a soltar tantos conceptos que nos han separado de la unidad. Sólo necesitamos un profundo anhelo de libertad, una buena dosis de honestidad y un intenso amor por la vida que somos. ¿Entramos?

Dora Gil
Autora de “Del hacer al ser”
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